Cuando me preguntan sobre mi trabajo, hablo siempre de cuánto me gusta contar historias, comunicar con el público, hacer sentir al espectador inquietud, alegría, tristeza, emocionarlo y, cómo no, mentir. Invariablemente, mi interlocutor se muestra sorprendido. Entonces cuento mi amor por falsear la realidad: hacer de una majestuosa habitación un pequeño rincón, convertir un regular, simétrico y luminoso espacio en un oscuro laberinto, que un actor tímido y bajito se convierta en un intrépido y altanero general. Usar, en definitiva, todas las herramientas que te ofrece el cine para alterar y generar una nueva realidad: jugar con la luz, las ópticas, el montaje, los diálogos, la angulación de la cámara, el sonido; en definitiva, mentir para conseguir que esa realidad funcional, lógica, aburrida se convierta, tras tu intervención, en una parte activa del relato.

Me encontraba, hace no mucho, rodando un anuncio para la campaña electoral de un partido en una ciudad cuyo nombre no viene al caso. Diré, eso sí, que las elecciones eran locales. Después de que nos mareasen unas cuantas horas intentando contarnos de una manera muy confusa lo que querían hacer, nos plantamos y pedimos información clara y concisa para poder hacer nuestro trabajo y transmitir de la mejor manera posible su mensaje.

La idea del anuncio (todo hay que decirlo) era del partido político en cuestión y me parecía simple pero acertada. Unas manos pilotaban un dron que sobrevolaba la ciudad, desde los cielos se veían diferentes lugares y por infografía se generaban los cambios que se prometían: asfaltar una calle, unos bloques nuevos de viviendas en un área deprimida, una rotonda para aliviar el tráfico de entrada a la ciudad o las orillas del río limpias. Después de ver esos cambios, el piloto (de quien solo habíamos visto las manos) se giraba a cámara y entonces reconocíamos al candidato del partido en cuestión que pilotaría esas reformas y haría posible (eso prometía) que esos cambios, que por el momento solo estaban de forma virtual en el anuncio, pasaran a la vida real.

Como respuesta a nuestras peticiones, vino el candidato. Orgullosos, los miembros de su equipo nos contaban que él nos podía explicar exactamente qué iba a hacer.

Primero visitamos una fábrica abandonada. Ahora, unas familias ocupaban los pocos espacios aprovechables que quedaban, unos niños jugaban al fútbol, con un balón que había conocido tiempos mejores en una explanada llena de chatarra y un par de abueletes tomaban el sol, mientras arreglaban unas cañas de pescar sentados en un viejo asiento de coche. El candidato nos explicó que parte de ese terreno era municipal y que iban a expropiar otra parte. Nos marcó el terreno: Allí se construirían unos nuevos bloques de viviendas sociales y esas familias que ocupaban la fábrica serían realojadas. El candidato lo contaba todo con seguridad y aplomo; ahora sí nos quedaba claro lo que querían hacer y cómo; los bloques mirarían al río y así también aprovecharían para limpiar parte del cauce.

-¡Este terreno no es del ayuntamiento! -gritó uno de los abueletes sin despegar la vista de la caña.

El candidato paró su discurso y le interrogó con la mirada. El abuelete se levantó con calma y como con cansancio y nos explicó que ese terreno pertenecía a no sé quién y que lo que querían expropiar era de no sé qué otra persona...

-¿Y el terreno del ayuntamiento? -preguntó sin rubor el candidato. El amable señor dejó la caña y nos explicó que el terreno del ayuntamiento estaba a unos cientos de metros de allí. Así que, llevados por el improvisado guía, nos dirigimos a otra área del abandonado complejo. Allí nos explicó dónde estaba el solar del ayuntamiento y con quién lindaba. El candidato, de nuevo sin rubor, escuchó las explicaciones y volvió a desgranar su plan expropiando esta vez a otra gente y con los bloques mirando hacia otro sitio. El río, esta vez, no se limpiaba.

Durante el viaje hacía la siguiente promesa, pensábamos que todo habría sido un pequeño error. El candidato detuvo su lujoso todoterreno debajo de un puente y allí nos explicó que por ese puente se entraba a la ciudad. Había que mejorar el acceso e iba a expropiar (una vez más) unas cuantas parcelas para construir una rotonda debajo de ese puente y una calle de cuatro carriles, dos por sentido, que comunicaría la ciudad con la rotonda, dos carriles se elevarían desde ella conectándola con el puente y proporcionando así a la ciudad una nueva entrada.

El grafista llamó por teléfono unas horas después. Nos explicó que él eso no lo hacía, que estaba mal. ¿Cómo podían llegar cuatro carriles, dos por sentido, a una rotonda a la que los coches bajaban desde las alturas por otros dos carriles?

-Si solo bajan los coches desde el puente, ¿para qué necesita la calle cuatro carriles y dos sentidos? -preguntaba el grafista. Claro, los coches que bajaban de la autopista entraban rápidamente en la ciudad. Misión cumplida. Pero la calle tenía dos carriles que llegaban a la rotonda y allí los coches solo podían darse la vuelta.

Llamamos al candidato y le hicimos ver que, o la calle tenía dos carriles y un solo sentido o los cuatro carriles y dos sentidos, pero, entonces, tendrían que llegar cuatro carriles al puente: dos de bajada (como ellos decían) y dos de subida (para los coches que llegaban a la rotonda). La línea de teléfono se mantuvo unos segundos en silencio: -Buena idea -nos dijo contento-, lo vamos a hacer así.

Cuando colgué el teléfono me acordé de mi alegría al mentir haciendo películas, series, ficción, pero ahora iba a mentir contando a los vecinos que las propuestas estaban pensadas y meditadas y que el dinero de cada uno de ellos iba a ir a proyectos que contaban con estudios técnicos, con criterios profesionales e ideas serias. Ahora, mentir empezaba a no gustarme.

Probablemente, otros candidatos en ese instante estaban contándole a otros equipos de rodaje lo que iban a hacer y, quizás, sus propuestas estaban más meditadas, o quizás no. Quizás tampoco sabían dónde estaban los solares municipales o dónde iban a ir las rotondas que prometían o los puentes que querían hacer, o no se habían dado cuenta de que la avenida que prometían poblar de árboles ya los tenía.

Al día siguiente, muy temprano, empezamos a rodar para aprovechar la bonita luz del amanecer: naves abandonadas, orillas del río, puentes diversos; todo fue recogido por nuestras cámara, el dron voló aquí y allá generando una bella perspectiva de la ciudad, las manos del candidato y su giro final se rodaron a última hora del día para aprovechar esa luz dorada, bella, majestuosa del atardecer; la cámara estaba baja para enfatizar su poder. Pero ese día yo no estaba feliz por retorcer la realidad, por cambiar una perspectiva, por generar ilusiones. Ese día, sentía responsabilidad por lo que ese candidato prometía con esa sonrisa aterciopelada. Dentro de unas semanas, sabré si será el alcalde, dentro de cuatro años, si mis anuncios eran una bella ficción o una pieza documental, si había mentido o no. Y la posibilidad de que fuera mentira, esta vez, no me hacía sentir nada orgulloso.