Al despertarme oigo llover y eso me desanima. Si llueve, adiós a mis esperanzas de ver los Annapurnas. Miro el reloj, son las cuatro y media de la mañana, me visto con mis ya conocidas prendas húmedas; hace frío y, al ponérmelas, más.

Al salir de la habitación me doy cuenta de que el ruido no es de la lluvia, sino de una cascada que cae detrás de mi cuarto. No llueve y está medio despejado. Contento, me encamino hacia el glaciar del Annapurna que empieza -o termina, según se mire- a un kilómetro de donde está la base. Subiendo una colina te quedas a los pies de un enorme cráter, como una inmensa mina a cielo abierto, gigantesco. Lo miré con pena. Eso, hasta hace unos años, era el glaciar del Annapurna. Ahora, debido al calentamiento global, había retrocedido dejando a la vista ese enorme lecho vacío. En el fondo se ven grandes rocas que, hasta hace no mucho, estaban siendo arrastradas por los hielos y ahora se han quedado desnudas y a mitad de su camino. Las paredes del lecho están rotas, desgajadas, por todas partes se ven desprendimientos. La masa de hielo debía de ejercer una presión formidable, ahora solo queda el recuerdo y las marcas en el terreno.

Delante de nosotros está el frente del glaciar desde el que cae un torrente de agua que desaparece en una oquedad. El sol se animó a unirse a mi mañana y despacio, casi con pudor, como con pocas ganas, el Annapurna I apareció ante mis ojos: 8.091 metros de altitud, hielo y roca, un mastodonte que hacía pequeños a sus hermanos -los otros Annapurnas, el II, el III y el IV- y al Annapurna sur, que van desde los 7.200 a los 7.900 metros y completan el macizo que ahora se abría ante mí.

Pensé en los primeros alpinistas que, en los años 20, se aventuraron a subir esas montañas equipados con un par de botas de piel y jerséis de lana. La montaña es imponente, da miedo pensar cómo puede ser estar allí a merced de las tormentas, de la escasez de oxígeno, del hielo y de los aludes. Mallory, uno de aquellos pioneros y quizás el primero que pisó la cumbre del Everest respondía, cuando le preguntaban insistentemente por qué quería escalarlos, "porque están allí". Perdió la vida intentando subir al Everest en 1924. Mucho después, en 1950, el primer ochomil en ser escalado fue precisamente la montaña que yo contemplaba -el Annapurna I- aunque la venganza ha sido formidable: se ha convertido en la escalada más peligrosa del mundo. Cuatro de cada diez escaladores que lo intentan fallecen en su ladera. Allí, contemplándola, entendía el magnetismo de esas montañas extraordinarias que doblaban en altitud a nuestros montes europeos más altos. En ese momento, mi respeto a la gente que se juega la vida para llegar allí arriba se amplió y mucho, aunque entendía y entiendo que hay que llegar arriba por tus medios, con tu mochila, con tu esfuerzo. No entiendo esta absurda moda de los récords de llegar con más años, con menos años, intentar la escalada sin experiencia, sin capacidad o sin entrenamiento, subidos casi a cuestas por los esforzados sherpas, escaladas pagadas con dinero y no con esfuerzo, como los coreanos que subían silbando mientras los porteadores les cargaban las mochilas. Para eso, con todos mis respetos, mejor que se queden en casa.

Las nubes nos dieron una hora de espectáculo. Luego, tal y como vinieron, las montañas fueron arropándose entre las nubes y, poco a poco, con suavidad, desapareciendo.

Mientras volvía al campamento base a desayunar y pensando en desandar el camino, me vino a la cabeza una palabra mágica: "Himalaya". Durante toda mi vida, la cordillera del Himalaya ha sido un lugar remoto, de sueños, un lugar de gestas y de catástrofes. Cuando me planteé subir hasta aquí tuve unos momentos de duda; el campamento base del Annapurna, en el Himalaya, me sonaba a reto muy grande. Pero allí estaba, con los Annapurnas y el Machapuchare como testigos y me dije a mí mismo que los retos están para cumplirlos y, con fuerza y determinación, las cosas se van consiguiendo. Te cansaras más, tendrás en tus proyectos, en la vida, mal de altura que te obligue a bajar y recuperarte, pero nada te impide intentarlo de nuevo, subir otra vez, nada te impide perseguir tus objetivos. Dicen siempre que las vacaciones sirven para descansar. Yo tenía las piernas cansadas y el corazón agitado por la altura pero la cabeza más clara que nunca y, con el campamento base del Annapurna a mi lado, vi clara la lección que Mallory y aquellos pioneros nos están dando: los retos están para superarlos y están en nuestro día a día, en nuestro trabajo, en nuestra familia y en nosotros mismos, en ser mejores personas y más felices. Si se puede subir al Annapurna ¿no se podrá ser feliz? Todo, con fuerza y determinación, se puede conseguir aunque, siempre, lo primero es proponérselo. Así que eso hice mientras cogía una flor para regalar a mi madre.