Al tiempo que Concha Velasco se convertía en gran soberana congregando al pueblo a sus pies en el Guimerá, aclamada y ovacionada por su excelso papel en "Reina Juana", mientras bajo la batuta de Christian Schumann la Orquesta Sinfónica de Tenerife sonaba de película en el Auditorio de Tenerife con los acordes de "Opera Space: la música de las estrellas", como parte del programa de Fimucite, un joven intérprete de piano, ataviado de riguroso negro, convocaba al público en el teatro Leal para brindarles su particular homenaje a Frédéric Chopin: cuatro baladas y una sonata.

El efecto balsámico de los primeras notas fue capaz de atemperar los nervios iniciales, el casi inherente "miedo escénico", y a medida que Alejandro Arango se enfrentaba a los desafíos técnicos que le proponían las composiciones iba creciendo la soledad sonora del pianista frente al piano.

La línea melódica mantenida, los apoyos del pedal, sutiles rubatos, contrastes... Las flexiones del cuerpo resultaban precisas como lo eran esos inevitables cambios de carácter que exige la partitura y, al menos en apariencia, la mano izquierda y la derecha habían resuelto mantener tal juego y tan pronto una se mantenía suspendida el tiempo preciso en el aire, como la otra desarrollaba un giro de muñeca y de la leve melancolía se pasaba a la brillante contundencia.

La sonata añadió la dura belleza de la popular marcha fúnebre. Y de propina, tres estudios, alardes de técnica,. Para entonces Alejandro Arango, con el auditorio puesto en pie, se había convertido en un "revolucionario".