Un teatro. Entre cajas se escucha la voz de una mujer cantando a capella. Es una voz honda, salvaje. En el escenario desnudo, un piano y una iluminación tenue, cálida. La mujer que aparece en escena continúa cantando, elegante, los ojos verdes como su blusa y sus zapatos, vegetal, rama o alga. Apoya una mano sobre el piano y mira hacia el público sin dejar de cantar una tonada popular, quizás una jota, algo de seguidilla, reminiscencia de fado... ahí comienza su juego con el público, que la espera en este pequeño teatro, después de años de ausencia. Y vuelve como una sacerdotisa, con poder y magia seductora y descarada.

Hace un siglo las compañías de teatro, actrices y actores, cantantes, músicos, revistas de varietés o music-hall, que iban o regresaban de hacer las Américas, recalaban en Tenerife. La escala les permitía hacer su función, ganarse la vida. Eso lo saben muy bien las paredes del Guimerá y otros teatros ya desaparecidos de la vieja ciudad. Me contaban que por las tablas de "la bombonera" habían desfilado Frégoli, María Guerrero, Lecuona y hasta una jovencísima Josephine Baker ¡Todo ha cambiado tanto! Ni en Madrid pueden sostenerse compañías teatrales con iniciativa privada. Cada pieza debe servirse de un número limitado de componentes. La crisis ha promovido el monólogo que abarata costes. En la isla hemos tenido la suerte de escuchar a cantantes acompañados, básicamente, por un pianista o un guitarrista, ofreciendo recitales inolvidables. Así han pasado Toni Zenet, Estrella Morente con el niño Josele, Martirio con su hijo Raúl o Silvia Pérez Cruz, descalza, sola con su guitarra. Y sin embargo, se produce el hechizo, el milagro del artista entregado y un público receptivo. Puro amor.

Carmen París, "la París" como las grandes, nació siendo una diva, una gran creadora, una excelente actriz y una conversadora maravillosa. No, no era una mujer sola bajo los focos, era la imagen de la artista que recorre el mundo entregándose, interpretando la emoción, desgranando con gracia cada uno de sus temas, ya sea la jota, que lleva a su terreno de forma innovadora, o un tema de José Alfredo Jiménez, mil veces interpretado por María Dolores Pradera, que ella consigue transformar en algo nuevo, que lo vuelve lamento sefardí o casi petenera. Lo que hace lo puede llevar por el camino del blues, el swing, el tango o el cha-cha-cha. Carmen puede ser moderna y ancestral porque ella, en sí misma, es música. No, no estaba sola con su piano porque consiguió que el público, seducido por su fuerza, coreara más de un tema. Posiblemente, ir a verla o escucharla es la mejor psicoterapia, por su enorme capacidad de comunicación, natural y verdadera. Se lamentaba Carmen del tiempo que ha tardado en volver. Nos lamentamos nosotros de tanto olvido cultural, de tanta desidia con el arte. Las discográficas no arriesgan porque la industria se ha hundido. Artistas como los que ya mencionamos y otros como Eliseo Parra, Javier Ruibal o Luis Pastor, sin fuertes apoyos promocionales, ninguneados en los medios, continúan como juglares o viejos cómicos andando caminos, sin onda expansiva, viviendo de lo que saben hacer, subiéndose a escenarios o plazas con respeto a un público fiel, minoritario pero imprescindible. En la garganta de Carmen París reside el trueno, ella misma es una medusa o una mantis religiosa, jotera, cupletera de infinidad de matices. Su último disco, titulado Ejazz, lo grabó con la Concert Jazz Orchestra de Greg Hopkins, en Boston. Canta temas en inglés, mixturando el jazz con el mambo, la jota, el chotis, el bolero y lo que se le ponga por delante. ¡Menudo lujo!, una mujer de rompe y rasga a la que hay que escuchar.

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