Los Ángeles, hora punta. Una cola de tráfico infernal. De repente, todo el mundo se pone a cantar y bailar. Como diría Woody Allen: "¡Ay!, amigos si la vida siempre fuera así". Esa es la razón de porqué "La La Land" (me niego a escribir "La ciudad de las estrellas") enamora desde su prólogo.

Damien Chazelle, el director de la sugestiva "Whiplash" (2014), recupera en su tercer largometraje el aroma de los musicales clásicos de la década dorada de Hollywood de los 50, en la que se rodaron "Cantando bajo la lluvia" (1952), "Melodías de Broadway" (1953) o "Un americano en París" (1951). "La La Land" tiene ritmo, fuerza musical, presencia escénica y rinde culto a la nostalgia, sin dejar de ser cine contemporáneo. Por eso encandila.

Chazelle es cinéfilo no solo porque conoce el cine musical de Hollywood sino el francés, ya que el inicio de "La La Land" es similar al de "Las señoritas de Rochefort" (1967), de Jacques Demy. Ya en su primer filme, "Guy and Madeleine on a Park Beach" (2009), hacía un guiño a "Los paraguas de Cherburgo" (1964), también del mencionado Demy. Por otra parte, la banda sonora cobra un inusitado interés. Cada canción cobra significado en relación a la trama y consigue transmitir las emociones que galvanizan la película. Cine y música se alían en una alquimia cuasi perfecta.

"La La Land" es una declaración de amor no solo al cine musical y al jazz sino al cine en general como catalizador de nuestros sueños e ilusiones. Unos formidables Ryan Gosling y Emma Stone consiguen que salga tatareando del cine con una sonrisa de oreja a oreja.

Con siete Globos de Oro a sus espaldas, incluyendo mejor comedia/musical, director, actor y actriz, "La La Land" tiene todas las papeletas para ser una de las grandes triunfadoras en la próxima edición de los Oscar.