Para quienes desde los primeros acordes, incluso antes de que comenzara a sonar la música, han venido cuestionando el modelo de la presente edición del Festival de Música de Canarias -que anoche ponía el broche en el Auditorio Alfredo Kraus de Las Palmas-, quizá represente una oportunidad única poder echar mano de la alegoría que propone el programa de clausura, con la "Sinfonía nº 6" Lamentatione, de Joseph Haydn, y la "Misa de Réquiem", de Wolfang Amadeus Mozart, para fundamentar sus graves pronósticos.

De una parte, los lamentos, y de otra, una misa de difuntos, se antojan argumentos suficientes para certificar esa defunción del Festival que se ha venido anunciando de manera pertinaz y, además, con amplificada contumacia.

Y hasta la misma intrahistoria que rodea la composición de esta mayúscula pieza de Mozart, ciertamente extravagante podría valer como clave a ciertas personas para acompasar esa tan singular versión de la "partitura". Y es que, no en vano y según cuenta la leyenda, la obra se la habría encargado al genio de Salzburgo un misterioso emisario, enlutado, en nombre de un no menos peculiar conde, de nombre Franz von Walsegg.

Lo cierto es que a la muerte de Mozart, sucedida cinco meses después de aquel especial "mandado", uno de sus discípulos, Franz Süssymar, se encargaría de terminar tan monumental réquiem, pero, claro está, sin el talento del maestro. En definitiva, una obra inacabada, producto de esa enigmática transición que siempre acecha entre la vida y la muerte, como también le sucede al festival.

Al "duelo" que se había convocado para la noche de este viernes en el Auditorio de Tenerife, con presencia protagonista de la orquesta Mozarteum de Salzburgo, junto al Coro de Viena y un elenco de solistas integrado por Laura Nicorescu, soprano; Dara Savinova, mezzosoprano; Christian Zenker, tenor, y Günther Haumer, bajo, dirigidos por la batuta de Andreas Spering, asistió numeroso público, acaso movidos por la "novelería" del acontecimiento, unos, y ansiosos por reencontrarse con el portentoso genio de Mozart, muchos otros.

Una elegante ortodoxia resultó la nota dominante en la interpretación de la sinfonía de Haydn, tres movimientos cargados de lirismo y sentido trágico, de inventiva, que pasaron como un suspiro ante un auditorio expectante, más pendiente de lo que estaba por llegar y que reconoció con aplausos al conjunto de cámara.

Tras el descanso se fue sucediendo toda esa compleja estructura que encierra el "Réquiem": las cuerdas y los vientos, con los fagotes y clarines dando paso a los violines; las entradas del coro entre la furia y los arrullos; la doble fuga del Kyrie; el estallido del Dies Irae; la hermosura del canon; las trompetas anunciadoras; el progresivo paso del silencio a los crescendos...

Lástima que el cuarteto de solistas, que debía elevarse sobre el coro, quedara en un segundo plano y que en ocasiones a la obra quizá le faltara haber resultado algo más conmovedora, pero el público recompensó con ovaciones.

Nota: No me considero un devoto creyente del modelo planteado por Nino Díaz y su equipo para esta edición del Festival, también sostengo que se requieren los porqués, pero de momento quiero apartarme de los lamentos y ser fiel al ritual que precisa todo duelo.