La propuesta en cromatismos, formas, estilos y capacidad de embotellado resulta casi infinita. Se presupone su utilidad estética, incluso de identificación atrayendo la atención del consumidor; no obstante, la funcionalidad -como por ejemplo los envases oscuros- revierte en protección de la oxidación que provoca la luz.

El tamaño va a importar, claro que sí. En el caso del champagne, encontramos una diversidad sorprendente de dimensiones y en el vino se manejan términos como cuarto, 18,7 cl; media botella, 37,5 cl; botella, 75 cl; mágnum, 1,5 l.; Jeroboam, 3 l.; Matusalén, 6 l.; Salmanasar, 9 l.; Baltasar, 12 l., y Nabuconodosor, 15 litros.

Como se puede observar en el gráfico del reportaje, a partir de los 15 litros tendremos un arco hasta los 30 litros con nombres de los más bíblicos y variopintos: Melchior, 18 litros; Salomón, 20 litros; Primat, 27 litros, y la cúspide, Melchizédec con esos 30 litros que, ahí es nada.

En cuanto a la denominación de cada una de ellas, observarán los lectores que dominan los nombres bíblicos y es que se dice que los franceses buscaban asociar el vino con el glamour.

Como anécdota, y al margen de los estándares al uso, cabe resaltar que la botella de vino más grande del mundo corresponde a un vino de la productora china Wan Chen: 1.850 litros y se asevera que el vino que contiene es de una calidad excelente.

Pasemos de nuevo a lo serio. En un alarde de técnica, la botella es corregida de imperfecciones con la vaporización partiendo de óxidos metálicos y es recubierta con una película protectora de polietileno, para ser envueltas sobre palés, con un gran plástico, que protegerá los recipientes hasta el momento de su embotellado en cada bodega.

Los franceses fueron los creadores de la mítica "bordelaise", que la utilizaron para exportar sus claretes a partir de 1707. Otra curiosidad: con la llegada del corcho, quedarían atrás los primeros tapones de cristal, ajustados al cuello del recipiente con aceite y polvo de esmerilar.

También serían erradicados los de madera, algo más flexibles, dando paso a los tapones procedentes del alcornoque. Se aseguraba así con garantías la conservación del contenido sin perder las propiedades y personalidad que le hacen único respecto a las demás elaboraciones.

Hasta bien entrado el siglo XVII el vino no se almacenaba en botellas sino en barriles de madera o ánforas de barro, aunque las posibilidades de obtener la forma deseada del vidrio mediante el soplado, cortado, curvado y pulido, así como la aplicación del coloreado, adquiriese ya relevancia en la Antigua Roma.

Otro apunte histórico. En 1662, sir Kene Digby, de la corte inglesa, fue el responsable de la primera botella tubular de hombros caídos y cuello largo, teniendo además forma cilíndrica para su almacenamiento en posición horizontal, con un anillo en la parte superior.

Cada vez más están adquiriendo más protagonismo las botellas que tienen un volumen de vino inferior, tales como las de 37,5 centilitros (llamada tres cuartos) y la de medio litro. Se solicitan en restaurantes o medios de transporte (avión y tren), sobre todo cuando uno va a comer o cenar sólo, ya que su tamaño y precio es inferior y genial para degustar sin compañía.

De cualquier forma, expertos del mundo del vino, como sumilleres o enólogos, consideran que la Magnum es la que más aglutina la optimización del contenido y el manejo en sala, cuando la celebración reúne a varios comensales.