Se había acabado la hora que teníamos para cenar y volvíamos al rodaje; el jefe de eléctricos se presentó ante mí y me dijo que le contara el siguiente plano para prepararlo; le miré unos segundos con extrañeza y ya entonces me explicó que el director de foto estaba al llegar y que él iría preparando lo que hiciera falta. No le pregunté más, le conté la siguiente secuencia y a los diez minutos llegaron el director de foto, el segundo cámara y tres personas más del equipo que habían aprovechado la hora de la cena para ir a protestar (o por lo menos a hacer acto de presencia) en las masivas manifestaciones que se están produciendo estos días en Rumanía. Venían desencajados, con los ojos llorosos: "Nos han gaseado", decían.

Llevo viviendo casi doce años entre Bucarest y Madrid y siempre me he preguntado cómo es posible que los rumanos no se quejen más, no se manifiesten más. Los políticos aquí son corruptos hasta la médula, el dinero se pierde entre los bolsillos de los dirigentes y el país avanza casi a pesar de ellos. Todo cambió con la tragedia de la discoteca Colectiv. Ahí la corrupción demostró que puede matar, que el dar las licencias de apertura sin mirar si las salidas de emergencia existen puede hacer que muera gente. No es solo un problema de desarrollo, de infraestructuras o de comodidad. La corrupción mata, y esa noche, en esa discoteca, lo demostró con saña y abrió los ojos de mucha gente mostrándole que la vida de los suyos depende de que la Administración haga su trabajo, que no acepte dinero por mirar a otro lado, que no sea corrupta.

En el incendio de la sala Colectiv murieron treinta personas y eso generó unas manifestaciones que hicieron caer al gobierno; los políticos se rearmaron y promulgaron leyes para protegerse, para proteger su impunidad, pero la gente vio que su queja, su lucha era posible, y desde entonces las irregularidades son seguidas por manifestaciones y protestas. Los rumanos vieron que nadie les iba a ayudar y que seguir dejando a la clase política controlar el país como si fuera su cortijo era caminar hacia la perdición. Y estos días volvían con fuerza las protestas, todos mis amigos estaban allí, manifestándose, luchando por conseguir una Rumanía mejor, más justa y, sobre todo, menos corrupta.

El rodaje seguía; el director de foto, tras lavarse la cara varias veces, volvía a su tarea todavía un poco mareado; la policía había, simplemente, cargado contra un grupo de manifestantes pacíficos entre los que había niños y familias. Klaus Iohannis, presidente del país, se quejaría días después de la brutalidad policial. Y mientras todo eso ocurría, nosotros seguíamos nuestro trabajo en un idílico parque al lado de un lago. Nuestro horario era de seis de la tarde a seis de la mañana, así que nos quedaba toda la noche por delante y muchos planos por hacer; intentamos concentrarnos, colocar las cámaras y hacer nuestro trabajo.

Pero pronto nos dimos cuenta de que todo está interconectado; el equipo seguía las protestas a través de los teléfonos móviles, veían las noticias, les llegaban mensajes de sus amigos, familiares, maridos y mujeres que estaban en la manifestación, veían las cargas policiales, las entrevistas en los informativos, internet ardía en indignación y nosotros nos dimos cuenta de que no íbamos a poder rodar. Las sirenas de la policía, ambulancias y bomberos sonaban sin parar, cortábamos toma tras toma por el ruido que se metía en nuestros micrófonos.

En otra situación el equipo estaría enfadado y yo más, pero teníamos un sentimiento encontrado; los actores, concentrados en su interpretación, debían repetir y repetir para nada, las sirenas cortaban su interpretación una y otra vez; el jefe de sonido se desesperaba pero todos, en el fondo, nos solidarizábamos con las protestas y sentíamos que esas interrupciones nos hacían parte de la manifestación. Sobre las doce de la noche paramos, era imposible rodar, sirenas y más sirenas, cláxones... desde la soledad del parque parecía que la ciudad estaba en medio de una guerra. Miramos las noticias en los teléfonos móviles y vimos la plaza de la Victoria (pia?a Victoriei) llena de gente, imágenes de personas afectada por los gases, por los cañones de agua, por la brutalidad policial.

Poco a poco la intensidad de las sirenas fue bajando, las noticias mostraban cómo la plaza se iba quedando desierta y nosotros pudimos volver a rodar; los actores se concentraron, el equipo dejó los teléfonos y volvió a los focos, a los travellings, a las cámaras, a su trabajo.

Las protestas se suelen convocar en esa plaza, pia?a Victoriei, a escasos metros de mi casa, así que, cuando volvía después de acabar el rodaje a las seis de la mañana, tuve que hacer el último kilometro andando; la policía tenía todavía toda el área cortada, cerrada. Paseé por la plaza solitaria a esas horas, aún se sentía el olor a gas, cerré los ojos y recordé las imágenes, las banderas, los gritos de la gente pidiendo justicia, sabía que al día siguiente la plaza volvería a llenarse de gente, de familias, de personas que en el año 2018 pedían algo tan simple, tan fácil de entender que, si te paras a pensarlo, es casi absurdo, irreal, da hasta vergüenza. Solo quieren que los políticos no roben el dinero de todos los ciudadanos, ¿les suena?