La voluntad funciona como la electricidad. Para transmitirla hacen falta dos requisitos: acumularla en torno a una única idea, como si se tratara de una gigantesca pila, y acercarnos a la mente ajena hasta hacer saltar la chispa. Y ha sucedido. Por eso me encuentro en la playa de las Teresitas, sentado en la escollera para que Otis Redding me lea la cartilla. Bueno, realmente adapto el rhythm and blues a mi situación geográfica: "Sentado en la escollera del final de la playa, mirando el océano. Simplemente estoy sentado sobre las piedras y parece que nada va a cambiar, aunque no es cierto. Todo aún continúa siendo lo mismo. ¿Hasta cuándo? He vagado dos mil millas solo para hacer de esta escollera mi hogar... ". Contemplé el océano, un monumental desperdicio para los empresarios del ladrillo y el hormigón, con tanta agua donde no poder edificar. A lo lejos, Santa Cruz esperaba las campanadas de año nuevo de la mano de Efraín Medina y José Miguel Barragan

¿Por qué estoy aquí? Irene. Una mujer increíble. No se parece a ninguna otra que hubiera conocido. Es como si supiera lo que estoy pensando, como si comprendiera lo que no entiendo ni yo. Hace dos años entró por la puerta de la agencia como candidata a la plaza de administrativo que necesitaba para la gestión de los casos. Ahora ya no trabaja para mí. Logré salvarla escondiéndola en Madrid. Necesito que regrese, pero aquí no está segura. Hace unos meses que se despidió en aquella cena. Recuerdo sus palabras: "Nunca hablas de ti, Mat. De tus sentimientos, ¿cuál es nuestra relación? No estamos saliendo, ni nada de eso. No estoy segura de cómo estamos, si te soy sincera".

Quizás olvidé una regla que se mostraba capital en la situación en que me encontraba con ella: Si quieres algo solo un poco, va a dar poco resultado lo que quieres.

Con esa idea me había montado en el Matmóvil rumbo a San Andrés. En la radio sonaba una canción de los Beach Boys y su idea de que la vida es una ola. La música y el cine de Point Break con Keanu Reeves, alias Johnny Utah y Patrick Swayze como Bodhi, imitaba un estilo de vida y nombraba lugares en los que nunca estuve: Palisades, San Onofre, Sunset, Redondo Beach. Me imaginaba conduciendo por La Jolla, a lo largo de la autopista 101, desde San Luis Obispo hasta las playas de Santa Bárbara. Bordeé la costa del distrito Anaga hasta un pueblo pesquero hiper retro: el castillo derruido, el proyecto de Perraud y un solar donde estuvo un pegote de hormigón al que denominaban el mamotreto. Aparqué junto a un coche itinerante de helados California. Bajé y eché a andar por la arena. La playa aún estaba cubierta de cuerpos tendidos al sol. Se me antojó una visión del futuro, cuando cada metro de aquel paraje estuviera urbanizado. Bajo las palmeras grupos de jóvenes unidos en pareja, como los animales en el arca. El sol, en el horizonte, se asemejaba a una bola amarilla apresada en mi mano. Cuando alcanzara el agua, el Atlántico encendería el rojo de un fuego interior. Me quité los zapatos y caminé por la orilla bajo la mirada de los roques de Anaga.

Nunca pude imaginar el mecanismo que pondría en marcha Irene con su marcha. Hasta entonces mi vida era de una manera y de repente, las piezas del puzzle se volvieron a ordenar. Los últimos treinta años se me antojaron diferentes. Como si alguien hubiera retrocedido en el tiempo y alterado un hecho, y a partir de ahí se invirtiera todo. Me pregunto cuáles serían los efectos a largo plazo del caso y decidí que las consecuencias a corto plazo ya eran dinamita para los pollos. Las olas rompían contra el dique. Comenzaba a hacer frío. Ni siquiera pensar en ella me hizo entrar en calor. Miré hacia el horizonte y contemplé el pálido destello de la luna sobre las oscuras aguas. La brisa fresca del Atlántico. El sonido de las olas. Era fácil olvidarse de todo. No quería pensar en nada. Era una noche demasiado bonita. Me sentí atrapado en una corriente que arrastraba mar adentro. Se acercaba un gran oleaje y cuando se retirara se llevaría consigo la vida que conozco. Inútil resistirse. Certifiqué que no existía nada más caótico que encontrar la herida, el veneno y el antídoto en la misma persona.

¿Qué haces cuando todos esperan tu movimiento? Me refugié en la deslumbrante sonrisa de mi madre. Nadie ha vuelto a sonreírme así. Cuando tenía nueve años, me regaló un libro de ilusiones ópticas. Un juego de fantasía, magia y engaño. Aparecía una vieja nariguda, la mirabas un rato hasta que veías a un joven con la cabeza vuelta. Recuerdo que le dedicaba horas. A veces, la imagen tardaba en salir a la superficie y te cuestionabas si había algo allí. La existencia es igual que aquella ilusión óptica. Vivías una certeza y con una pequeña inclinación, nada era como parecía. La realidad se mostraba como un fraude. Irene era lo único real en mi vida.

Retengo el momento en que la conocí. Era la última aspirante que contestó mi anuncio del periódico. La primera candidata, una profesional. Bellísima, con una escotada camisa negra brillante y una falda roja, también brillante, y un cuerpo y un rostro admirables (por no reiterarme en el adjetivo brillante). Después, entrevisté a una chavala serigrafiada de tatuajes simbólicos y perforada con varios piercings plateados. Llegué a dudar de su mayoría de edad, mientras me deleitaba con su «manía» de mover la lengua en círculos, como si buscara el sabor de las palabras. Acto seguido, pasó una versión canaria de la Tía Mildred que, sin duda, me traería los lunes un bizcocho casero de canela y limón. La cuarta pretendiente a la plaza, una Madonna 2.0, embutida en un traje que le quedaba obscenamente desagradable y con un acento tan cerrado que haría falta una sierra circular para cortarlo. Luego pasó Jefren, con su sonrisa profident y su voz refinada. Estaba seguro que podría recitar el Ulyses de Joyce de memoria. Me ametrallaba con su sonrisa. Yo le enseñé la mía. El tipo de sonrisa que se le dedica a un niño que te dice que quiere jugar con el kit de cuchillos de cocina. Alargaba las respuestas a mis preguntas como si lo que quisiera decir fuera supercalifragilisticoespialidoso. Me llené una taza de café recalentado y tomé un buen sorbo. Me pregunté si estaba bueno y me dije que sí (no era cierto). Nefasta debería ser la quinta solicitante de empleo para que no me decantara por ella. La hice pasar y la invité a sentarse. Por su aspecto modosito le convendría desinhibirse pasando un frío invierno junto a un clarinetista de bee bop que tocara en un club ratonera.

-Buenos días, ¿señorita??

-Irene Sánchez Luis.

-Bien, bien? ¿Por qué ha venido, señorita Sánchez?

Una gran pregunta. Ella pareció calibrar la mejor respuesta. Esperé observando, a través de la ventana, como paseaba una gata por un muro del solar vecino.

-Verá, señor Fernández, leí su anuncio en el periódico. Al parecer usted necesita una administrativa para que le gestione la agencia.

A continuación, le hice un par de preguntas personales de esas que las mujeres te contestan sin palabras o con una bofetada en la cara. Aún así, aguantó el tirón con una expresión entre Bette Davis y Joan Crawford.

-Si no le importa, preferiría no contestar a ese tipo de cuestiones.

-¿Tiene ataduras familiares?

Su mirada de ojos almendrados me recordó mi alergia a los frutos secos.

-Tampoco sé por qué le preocupa eso.

-No es importante que sepa por qué lo pregunto.

-No lo será para usted, señor Fernández.

Miss Guerra Fría ponía su empeño en que dejara desierta mi convocatoria pública de empleo. Mi entrevista desestructurada no me llevaría a conocer su capacidad analítica, su personalidad ni su potencial. Por mi parte, reconozco que no poseo lo que mi amigo Vilches denomina hormone tickler, algo así como un excitador de hormonas femeninas (aunque con la traducción el término pierde todo su sex appeal). No soy sensible ni desprendo una belleza melancólica. No represento el tipo de hombre que una mujer querría cuidar. Tomé un nuevo sorbo del aguachirri.

-¿Tiene una moneda, señorita Sánchez?

-¿Una moneda? a qué se refiere?

-A una de esas cosas redondas que tienen un dibujo por delante y el mapa de Europa por detrás. Todavía las llaman euros a pesar de los rescates y las crisis.

Estaba claro que mi encanto estaba con las baterías agotadas, aunque lograba desorientarla. Su expresión revelaba un evidente estado de confusión, como si estuviera resolviendo un problema matemático.

-Creo que sí -afirmó mientras sacaba un monedero de piel-. Aquí tiene uno? ¿es suficiente?? ¿Para qué lo quiere?

-Para bajar al bar y pinchar en la máquina tragaperras, ahora no habrá chinos.

Apoyé la moneda entre el dedo índice de mi mano derecha y la empujé hacia arriba con el pulgar. Dio un par de vueltas en el aire antes de caer en la palma izquierda. Cara. El Hombre de Vitruvio me saludaba con los brazos abiertos. Ambos nos miramos.

-¿Ya está, señor Fernández?

-¿Esperaba algo más?

Por la expresión de su cara supuse que sí. Quizá una batería de psicotécnicos del tipo: ¿Cómo dibujo la casa, el hombre y el árbol? ¿Qué escribo en la historia del hombre bajo la lluvia? ¿Me reprimo si veo imágenes sexuales en alguna mancha?

-El trabajo es suyo. El señor Da Vinci le da la bienvenida -afirmé volviendo a mirar las proporciones del cuerpo humano impresas en la moneda. ¿Algo que quiera decirme?

-Sí? Sería tan amable de devolverme la moneda, señor Fernández.