Anoche, por si todavía alguien albergaba alguna duda, quedó superada aquella agria sentencia lanzada por Rubinstein, quien en su día consideró que el "Concierto para piano nº 1" de Tchaikovsky no valía para nada y que, además, se trataba de una pieza inejecutable.

La Orquesta Filarmónica de San Petersburgo, dirigida por Vassily Sinaisky, y el joven George Li, un pianista de enorme talla, se encargaron de desmentirlo. Y lo hicieron desde la música.

Los primeros compases de esta obra resultaron fácilmente reconocibles para un público que, por fin, parece haberse reconciliado con su festival, dejando atrás la absurda "guerra de los mundos".

Lo que llegó después, en esa suerte de duelo que fueron librando el piano y la orquesta, se antoja lo mejor que ha podido escucharse en una edición que ha contado con intérpretes consagrados del instrumento, como Pires, Argerich y Achúcarro, pero que anoche alumbró el talento a golpes de genialidad de un joven de 23 años.

Li, tan pronto se alongaba al piano para apoyar los graves, como bailaba de puntillas en los agudos; se hacía vértigo enloquecido y arrebatado, o bien delicado y melancólico fraseo...

Las continuas ovaciones premiaron una actuación soberbia, a la que el solista regaló la "Barcarola veneciana" de Mendelssohn y, ante la insistencia, acaso unas variaciones de Listz. ¡Sublime!

Pero la Filarmónica de San Petersburgo no fue menos y acompañó la velada con una sensacional interpretación de la "Sinfonía nº 2 en Mi menor" de Rachmaninov.

La formación rusa se hizo amplia, generando un clima de hondo y melodioso romanticismo desde un sonido envolvente y limpio (¡qué excepcionales solistas!), hasta provocar el éxtasis final reivindicando la estepa y la patria.