Sucede en todos los órdenes de la vida. En lo profesional y en lo personal: la ilusión que sientes cuando consigues algo por primera vez no es la misma que cuando lo logras, por ejemplo, seis veces seguidas.

El Barcelona se enfrentaba ayer ante el reto de encadenar su séptima semifinal en la Liga de Campeones. El Atlético de Madrid hacía cuarenta años que no llegaba a ninguna.

De hecho, del once titular del Cholo Simeone, solo Tiago y Villa habían experimentado la sensación de clasificarse para la penúltima ronda de la máxima competición continental.

Para los jugadores del Barça huelga decir que una semi de Champions es una cosa de lo más habitual. Pura rutina. Sobre todo para futbolistas como Xavi, Iniesta o Messi, que han ganado la Liga de Campeones hasta en tres ocasiones.

Anoche, en el Calderón era fácil adivinar, sin saber nada de fútbol, cuál era de los dos equipos que estaban sobre el terreno de juego el que venía de una travesía en el desierto de varias décadas.

Incluso dentro del conjunto azulgrana costaba poco deducir quiénes eran los que todavía no tenía ninguna Champions en su palmarés. Efectivamente, Neymar, Bartra o Jordi Alba fueron, entre sus ilustres compañeros, los que más pelearon ayer.

Tampoco Cesc ha levantado ninguna ''orejuda'', pero el jugador de Arenys es un caso especial. Tiene llegada, olfato de gol, una visión innata para asistir cuando agarra el balón en la línea de tres cuartos y, sin embargo, casi nunca aparece en los partidos clave de la temporada.

El Tata Martino ha sido el que más ha apostado por Fàbregas, hasta el punto de cambiar el dibujo en varias ocasiones solo para encajar a un futbolista al que le penaliza más que a ninguno no ser un especialista en nada.

Admitámoslo, este Barça se ha cansado de ganar. Ha pasado de tener un hambre voraz a estar empachado de títulos. Los futbolistas tienen la barriga llena, que decía Guardiola, quien una tarde de abril de 2012 decidió anunciar que dejaba el club porque él y sus jugadores, a quienes había exprimido hasta sacarles la última gota de sudor, acabarían haciéndose daño.

Dos años después, el mensaje de Pep sigue cayendo en saco roto. Nadie ha acometido la renovación que necesita el que no hace tanto era el mejor equipo del mundo.

La enfermedad de Vilanova, la Liga de los cien puntos y la improvisada llegada de Martino han ido retrasando lo inevitable: la reforma de una plantilla que viene dando señales inequívocas de agotamiento físico y mental.

Cierto es que siempre es más fácil acometer los cambios cuando las cosas van mal, pero a los profesionales de este negocio -léase Andoni Zubizarreta- les pagan por anticiparse a lo que va a suceder y tomar decisiones para que no suceda.

Ni siquiera el descalabro ante el Bayern de la temporada pasada sirvió para acelerar el proceso. Solo llegó Neymar, mientras el mensaje, carente de toda autocrítica, ha seguido siendo el mismo, que este equipo aun tenía todo el crédito y recorrido de sobras.

El dimitido y desaparecido expresidente Rosell, ahora Bartomeu y el propio Zubi se han cansado de hacer calar este mensaje de respeto y confianza total en un grupo que lo ha ganado absolutamente todo. Y por supuesto, los jugadores también.

Solo Piqué se atrevió el año pasado, tras la dolorosa eliminación en las semis de Champions a mano del conjunto bávaro, a decir que la plantillas necesitaba unos cuantos cambios. Y le llovieron palos desde todos lados.

Tras el partido de ayer, asustaba escuchar decir convencido a Xavi -uno de esos futbolistas como Alves, Puyol o Mascherano que ya han jugado sus cincuenta mejores partidos en el Barça- que tuvieron ocasiones suficientes para eliminar al Atleti.

Que eso lo diga uno de los jugadores que mejor lee el fútbol dentro y fuera del terreno de juego da que pensar. Porque ayer, como en los cuatro partidos precedentes, se jugó a lo que quiso el conjunto rojiblanco y el Barcelona demostró una nula capacidad de respuesta.

Otro de los problemas de este Barça, el que Martino haya sido incapaz de ganarle la partida ni una sola vez al Cholo. El técnico de Rosario reconoció al llegar que dirige a estos jugadores "desde la admiración". Quizá esa idolatría puede explicar por qué no ha sabido encontrar en ellos la motivación suficiente para competir con la misma intensidad que un rival hambriento.

El discurso plano de Martino en sala de prensa se ha ido trasladando poco a poco al juego del Barcelona, cada vez más lento y previsible hasta el punto de que ha acabado por aburrir al propio Messi, insólitamente apático en el partido de vuelta de estos cuartos de final.

Dicen que todo debe cambiar para que nada cambie. El Barça, aburrido de sí mismo, va con dos años de retraso. Que serán tres si la FIFA le mantiene la prohibición de no fichar durante los dos próximos períodos de transferencia. Y tres años, en fútbol, es un ciclo. Un ciclo prácticamente desperdiciado porque sus técnicos y dirigentes han preferido mirar a otro lado.