Busca una hora antes del amanecer. Sabe que después debe llevar a su niña al colegio. Es una cuestión de prioridades. Va al trabajo y regresa de noche a su casa. Al siguiente día "roba" 30 minutos a su familia para hacer piernas en el gimnasio cercano. Le queda apenas un mes para la k42 de La Laguna y no quiere parar. Ve vídeos en internet, hace sus cálculos de paso por cada punto de avituallamiento, se compra geles, sales... convive en ese grupo intermedio de las carreras de montaña. Nunca será Cristofer Clemente, Raúl Cámara ni Aser Martín. Lo sabe y no le importa. Dice que se conforma con llegar, pero en el fondo sueña con bajar de siete horas y media, quizás de siete...

La plaza del Cristo está llena de corredores. Son las 8.15 horas. Camisetas de equipos, medias de compresión, tenis de 130 euros... "Mamá, dónde me he metido". Los nervios te llevan a una calle estrecha cercana para calentar. Trote suave. "Sal tranquilo, a tu ritmo...", desde el interior salen las mismas frases. Suena la música. El tiempo corre, vuela, sientes ese gusanillo en el estómago por el que pagarías dinero. Lo que fuera. ¿Pagarías?, lo pagas. 50 euros por participar más otros 70 en billetes de avión. El speaker dice que es hora de pasar el control del chip. Es un artilugio que te hacen amarrar al cordón de la zapatillas donde vienen tus datos. Primero los mejores. ¡Toma palmarés!

Luego, entran todos. Son unos 600 corredores. A los lados, gente. Animan. Les miras a la cara y entiendes, lo notas, que lo sienten. A usted que llevaba a su niña en el carro, gracias. Y a la abuelita de la primera fila, que también la vi (con diferentes ojos, lo reconozco), dos besos desde aquí. ¡Grande! Te pones cerca del final. Sin querer molestar y... a correr. No se tarda mucho en llegar a la primera subida: la rampa del ronco. Ibas tan a gusto y esa pendiente te da en la boca. Reduces el paso. "Queda mucho, controla la respiración", reafirmas el plan de carrera.

Un poco más arriba, ya toca bajar. Es un buen sendero para correr y recuperar. ¡Claro!, si fuera verano. La bajada por el Rincón del Mago es puro barro. Encharcado. A lo bestia. Al menos esa es la sensación de alguien que baja como si fuera en tacones. Que recuerda que uno de sus tobillos es de cristal. ¿Cobarde?, pues sí. Esa es la palabra. Se cruza Jardina y comienza la subida a las Mercedes (perdón si hay error en los nombres, el cronista viene de otra isla).

Rampa de Vueltas lancas y a por el primer avituallamiento. Pasas en una hora. Lo clavas. Es el tiempo previsto, pero... vas muerto. El principio tiene su "aquello" y sientes que te supera. ¿Lo mejor?, llega una pista que se puede correr. Nada técnica. A disfrutar. Son unos 8 kilómetros en busca de Tegueste. Antes, un gel y una cápsula (vaya invento) de sales. Mantienes un ritmo alto. Alto para lo "normalito" del que escribe. El cuerpo se ha recuperado y al llegar al barranco de Tejina aprietas el culo (¿eso se puede decir?). Dicho de otra manera: No te quejes y sube, que dolores tenemos todos. Son apenas 4 kilómetros. Más barro, resbalas, apoyas la manos en el suelo, comienzas a preguntarte qué haces allí... "Tiene uno necesidad de esto". Pues sí, y lo sabes.

Por un momento, solo por un instante, te paras. Miras alrededor y te das cuenta de algo: qué bonito es Anaga. Tiene algo que te atrapa, no es solo el verde, te hace... bueno, nada. Otro descenso. Del 20 al 27. Es un camino técnico, piedras, barro, corre el agua... "si me caigo, me mato". Vas despacio. En la bajada no miras el reloj. Rezas para seguir de pié. Y lo logras. Ya estás en Punta del Hidalgo.

27 kilómetros en unos 3.45. Un poco mucho. ¿Y? ¿Pasa algo? Es más, en el avituallamiento, pides a una voluntaria que te llene la "botella" de 750 ml de agua. "Eso es mucha agua", susurra. "Por qué no te callas, valiente", respondes para dentro. Sí, vas enfadado. Y ahora... La subida a Chinamada. Tiene más fama que Manolete. Y con razón. ueno, los primeros 4 kilómetros te "entierran" la cabeza. Vas como un senderista. Escalón que subes, 20 centímetros menos para llegar arriba. El público (¡qué enorme, señores!) se deja el alma. No quieren que abandones. Es el mejor tramo para los corredores. Seas malo o bueno. Aquí se viene a sufrir. Si fuera fácil, se llamaría fútbol. Una hora para 5 kilómetros.

Llegas al avituallamiento. Te dan ganas de besar el suelo como hacía Juan Pablo II en los aeropuertos. En este instante, ya has hecho "amigos". Quizás nunca más los verás. Pero no olvidas a aquel que al salir hacia la Cruz del Carmen te dijo una cosa: "con este ritmo, bajamos de siete horas". No le das un beso por vergüenza. Otros 5 kilómetros por una pista que rompe las piernas. No es una pendiente. Es bajar, subir, llaneas, para arriba, otro trozo de descenso... ¿Pero dónde está la "jodida" cruz, Señor?, justo cuando el corredor se preguntaba eso, por el fin de aquel martirio, un aficionado gritó: "Señores, vienen dos curvas y luego es todo bajada". ¿Sabe?, es como sentir eso que a veces se siente en la cama (mejor no lo escribo que uno quiere mantener su trabajo). Arriba, en la cima, 6.05 horas. Y quedan unos 6,8 kilómetros para volver al corazón de La Laguna.

Lo último se hace con las piernas que te quedan. Pararse, nunca. Si hay que arrastrarse, pues se hace. Se alternan trozos técnicos con otros más rápidos hasta llegar al asfalto. Cuatro kilómetros a meta. Pero, siempre hay un pero en un maratón, llega una subida. Aquella bajada embarrada de principio de carrera, hay que subirla. Manos a los muslos y a darle "caña". Faltando 1,5 kilómetros vas harto. Pero el "amigo", el mismo, que en la subida a la Cruz del Carmen te nombró que era ritmo de siete horas, llega cerca de ti. Se para. Te dice que no te rindas. Que lo vales. Que aprietes. Que lo logramos. Te podía dejar tirado y seguir. ¡Total! Pero no quiere. Te acompaña. Reaccionas y sigues sus pasos. A 300 metros de la línea de meta, piensas en qué harás al entrar. En meta esperan aquellas a las que les robas tiempo cada día: la mujer y la niña. Lo decides: puño arriba. Entras: 6.54. Vale, no eres bueno. Nunca lo serás. Pero algo dentro te repite que eres diferente. Y eso, en caso del cronista, es suficiente.