La Binter NightRun me devolvió anoche por un momento, y por asociación de ideas, a mi etapa en el instituto. Hace unos diez años, en segundo de Bachillerato, me tocó en una clase en la que no estudiar y fugarse se convirtió para muchos compañeros en el pan de cada día. Un grupo de gente genial, pero que, al menos durante aquel curso, decidieron dejar lo de los libros para mejor ocasión. Es verdad que en todos sitios cuecen habas, si bien, créanme, aquí fue un disparate más allá de los márgenes normales de estos casos. Se armó de una forma tal -porque encima era un centro con tradición y cierto renombre- que el director irrumpió una mañana en el aula dispuesto a frenar aquella fiesta del cero y del uno (con escaso éxito, por cierto).

Ese recuerdo me sobrevino por la avenida de Anaga. Empezaba a coquetear con pensamientos tóxicos sobre el cansancio, la resistencia y lo lejos que quedaba el siguiente giro. Siempre me pasa. Y la vía de escape es también siempre la misma: ocuparme la cabeza con otro asunto. Fue entonces que traté de ir armando mentalmente este relato. Uno de los aspectos que se me ocurrió que podía incorporar era el auge de las carreras populares, lo que, a su vez, acabó derivando -qué cosas- en el viejo instituto lagunero. Y es que llevo tiempo con el convencimiento de que una de las razones del éxito de estas pruebas reside en que la casuística de los corredores es tan variada y hay participantes tan poco preparados que el novato pierde la vergüenza -ese "¿y si no termino?"- y pasa a inscribirse. Es algo parecido a lo que sucedía en aquella clase tan alocada, en la que la situación degeneró desde el mismo momento en que una mayoría fue consciente de que siempre iba a haber alguien que estaría peor.

Creo que mi caso es un buen ejemplo de que no hace falta ser ningún Gebrselassie para correr distancias de cinco o diez kilómetros. Me llamo Domingo Ramos, tengo 28 años, soy redactor de EL DÍA y mi perseverancia con el entrenamiento es... la que es (vamos a dejarlo ahí). Eso y motivos de operatividad -básicamente, poder escribir estas líneas sin llevar a Jorge Dávila, subdirector de este periódico, y a la sección de Cierre a un ataque de nervios- hicieron que participase en la categoría más corta. Me habían preguntado hace algo más de una semana que si me animaba a contar la carrera en primera persona y respondí que sí. La experiencia de las pequeñas pruebas que he ido haciendo de vez en cuando durante los últimos años, casi todas en La Laguna (una San Silvestre por aquí, una Nocturna por allá...), me decía que estas citas tienen unas características que siempre generan sonidos, anécdotas y escenas llamativas. Aquí no fue una excepción. Desde antes de empezar había un ambientazo. El calentamiento en la plaza de Europa, el gentío alrededor del Cabildo de Tenerife, la música, la voz del "speaker", los "aplaudidores" que entregó Binter y, por supuesto, las camisetas. Muy bonitas para mi gusto, en un amarillo verdoso, con unos elementos florales, el reloj de la institución insular y las torres de Cabo Llanos.

Me había levantado por la mañana medio raro, como indispuesto, pero se me fue pasando. Una pulguita de pata asada recondujo la situación y una siesta después de almorzar hizo el resto. A las 21:00, la hora de comienzo, ya ni me acordaba. Empecé bien. La marca que había hecho en la XIX Medio Maratón Ciudad de La Laguna, el pasado 29 de abril, me permitió meterme en el denominado segundo cajón de salida. Había tres y los dos primeros estaban acotados a quienes pudiesen certificar un tiempo determinado. El objetivo de esa división: que los más rápidos comenzasen con mayor comodidad y sin necesidad de sobreesfuerzos y enfados para adelantar. En el primer "reservado" estaban los mejores, los que pudieron demostrar que han corrido cinco kilómetros en menos de 20 minutos; en el segundo, los que lo han hecho entre 20 y 25, y en el tercero, el resto (es decir, de todo). Yo estaba en el segundo no sé ni cómo, porque no tenía un tiempo previo de 23:15 ni de 24:48 -por decir algo al azar-, sino de 25:00. Así, clavado; el límite del límite. Pero igual que los goles en el descuento valen lo mismo, a mí lo de arrancar desde ahí me vino de maravilla. Salí rápido, sin empujones y subí fuerte por Buenos Aires. Mi intención era correr y lograr una buena marca personal, pero es que, al mismo tiempo, tenía más cosas que hacer: nada menos que grabarme a mí mismo durante la carrera para introducirlo en un reportaje de El Día Televisión.

Enfilé José Hernández Alfonso y ya estaba ahí la rotonda de San Sebastián. Empecé entonces a "traquinar" con el móvil. Y pasó lo que tenía que pasar... Había probado unas cuantas veces en una noche fría de entrenamiento en esa Vega Lagunera y no había habido contratiempos; en cambio, ayer el teléfono se empeñó en que no quería girar la pantalla. Me dieron ganas de tirarlo del puente Serrador abajo, donde en esos momentos sonaba de forma espectacular una batucada y había muchísimo público. "¡¡¡Vamos, Dominguito!!!", me gritó alguien por esa zona. No vi quién era. Estaba con mitad de la atención en la carrera y con la otra en "asuntos tecnológicos", y cuando me giré ya era tarde. Pero se agradecen los ánimos (o, como suelen decir algunos compañeros del periódico, "agradecido y gracias").

Casi sin darme cuenta ya estaba en la calle La Marina y, enseguida, en la avenida de Anaga. Había que ir hasta una zona de giro, volver sobre tus pasos, meterse por debajo del túnel, llegar hasta Hacienda, otro giro y a meta. Este tipo de pruebas en La Laguna tienen su encanto, con sus calles estrechas y más de cinco veces centenarias, pero ayer la capital lució increíble. Gran cantidad de gente en las aceras y mucho colorido. Cuando consideré que tenía que dejar de grabar y subir una marcha se dieron esas sensaciones que relataba al principio: la preocupación de que si me estaba empezando a cansar, que si la avenida es muy larga, que si la contractura aquella no se me había quitado del todo y estaba notando algo otra vez… Esa pequeña crisis acabó pasando rápido. Ya me encontraba en el túnel de la Vía Litoral, este sábado impresionante sin coches y con otra batucada en su interior. La subida de salida, eso sí, un rompepiernas en ese punto de la carrera. Quedaba lo último. ¡A tope! Era cuestión de gastar las fuerzas que restaban, si es que conservaba alguna. Y a meta. Tras pasarla, un festín. Parecía el zoco de Marrakech: agua, plátanos, raquetas de playa, tazas, un vaso con algo dentro que no acerté a ver lo que era y hasta chocolatinas.

Al final, 21:59 minutos de tiempo oficial y 21:46 en el real (desde el momento en que el chip pasó por el arco de salida). Puesto 131 de la general y 48 de la sénior masculina. Sudado, pero contento. Pepe Moreno me había preguntado el viernes en su programa, "El día por delante", que en qué posición quedaría, y le respondí que entre los 400 primeros. Así que las expectativas quedaron más que colmadas. En cualquier caso, y a modo de conclusión, tengo que confesarles que era difícil que me fuese peor que en la Media de La Laguna. No se lo digan a nadie: allí salí cuando no me correspondía. Cambiaron tres veces la hora de comienzo de cinco kilómetros y yo, tras dejarme dormir, llegué 45 segundos antes del inicio. Morfeo me había atrapado de mala manera y no pude escuchar la última de las modificaciones horarias: se retrasaba un cuarto de hora. Medio adormilado y ajeno a eso, todo fue bien hasta que un kilómetro después un miembro de Protección Civil -algo agrio, todo sea dicho- se interpuso en mi camino al percatarse de que el color del dorsal no se correspondía con las categorías que estaban en ese momento sobre el trazado: "¡Eh, eh, eh; no, no, no; la de cinco es a las y cuarto!". Reconozco que pasé vergüenza. "Pues ahí detrás viene un montón de gente más de cinco" fue lo único que acerté a decir en mi descargo antes de incorporarme a la salida correcta.