En un discreto rincón de los Campos Elíseos, a pocos metros del palacio presidencial, suena la campana del teatro de guiñol más antiguo de París, que desde hace 40 años vive gracias a las manos de un rebelde asturiano, convertido en un personaje más de la capital francesa.

Nacido de sangre republicana en un refugio de Begoña (Asturias) cuando estalló la Guerra Civil española en 1936, José Luis González confiesa que nunca se llevó bien con la autoridad.

Enfundado en su boina y su americana de "tweed", el titiritero recuerda que, cuando tenía ocho años, un monje dominicano le reprendió por haber pronunciado la palabra "coño" en el recreo y él, después de contestarle, se escapó del colegio.

"Desde entonces me llaman Barrabás, por no hacer lo que se debe", explica sin disimular una sonrisa.

Tras participar en manifestaciones antifranquistas, con 24 años se exilió en París, "la capital de la luz y de la libertad", donde durmió en el metro, trabajó en lo que pudo y estudió Historia en la Universidad de la Sorbona.

Afirma que "la curiosidad" le guió hasta el que sería su oficio y su modo de vida a través de la familia Guentleur, que desde 1818 regentaba el pequeño teatro de títeres de los Campos Elíseos.

Tan solo 10 años antes, el dentista de Lyon Laurent Mourguet había creado el sarcástico personaje Guiñol para distraer del dolor a sus clientes.

Fue Auguste Guentleur, la quinta generación de este linaje teatral, quien inició a González en el teatro de títeres y quien en 1979 le confió el mando de su histórico retablo, que desde hace una década comparte con la francesa Clémence Fitte.

A partir de entonces González se metió al público en el bolsillo con espectáculos irreverentes con los recorrió un sinfín de países, entre los cuales México, Ucrania, Suecia e Israel.

El asturiano se atrevió con "Retablillo de Don Cristóbal" de Federico García Lorca, que escandalizó a la burguesía española de los años 30, y "La pasión del general Franco" de Armand Gatti, prohibido en Francia en 1968 a petición del dictador.

Guante en mano, cuenta González, resultaba más fácil burlar la censura. "Los títeres tienen la capacidad de comunicarse con el público de manera menos evidente que los actores", asegura.

En 1968, el año en que el mundo quiso cambiar, ocupó junto con Gatti el teatro parisino Chaillot.

También participó en la toma de la Sorbona y del Colegio Español de la Ciudad Universitaria, y animó a la huelga a los trabajadores de Renault en Billancourt (afueras de París), entonces la mayor fábrica de Francia.

"Eran tiempos vivos, en que había diversidad de opiniones y la gente no vivía amilanada", evoca.

"Luego vinieron las ''élections, pièges à cons'' (''elecciones, trampa para estúpidos'')", afirma usando la expresión con la que los "sesentayochistas" denominaron las elecciones anticipadas convocadas por el presidente francés de la época, Charles de Gaulle.

Aunque la crítica a la autoridad sigue formando parte de su ADN, González reconoce que ha pasado del teatro de agitación al de diversión. "El verbo divertir me gusta mucho porque significa dejar a un lado las preocupaciones y dedicarse a otra cosa", explica.

Sus espectadores más fieles son los niños, de quienes admira "la espontaneidad y la comunión que establecen con los títeres". "Los adultos se obstinan en ir más allá. Ellos piensan, mientras que los niños sienten", expone.

Cuando sube al escenario, el titiritero más longevo de París deja a un lado sus profundas convicciones ideológicas y se esfuerza por huir de cualquier rastro de superioridad moral.

"No hay mensaje ético ni político en las representaciones. No se trata de dar lecciones, sino más bien de recibirlas", asegura. Se refiere a sus espectadores, sentados apenas unos metros más atrás.

A sus 82 años, González deja la puerta abierta a la jubilación. Eso sí, precisa, "no en el sentido francés de ''retraite'' (retirarse), sino en la acepción española de júbilo, que significa vivir divirtiéndose".