A miles de metros del suelo, a menos de media hora de aterrizar en el aeropuerto Humberto Delgado, Lisboa me recuerda aquella maqueta que vi, hace algunos años, en el museo sobre la historia de la ciudad. Desde tan alto, casi todas las ciudades se parecen entre sí, y más a lo que un día fueron. Aquella maqueta es una reproducción a escala de las calles, recovecos y mercados que conformaban la capital portuguesa antes de que el 1 de noviembre de 1755 las llamas la arrasaran -tras sufrir un terremoto y un maremoto en apenas unos minutos- y volviera a edificarse sobre sus cenizas. Ese museo -su entrada apenas cuesta dos euros- no está en el centro y suele pasar desapercibido, pero cuenta la historia de la ciudad desde la prehistoria hasta el siglo XIX: cómo los lisboetas descubrieron qué era una catástrofe natural y qué hicieron para levantarse. Hoy su decadencia sigue siendo su seña de identidad, pero, también, lo que atrae a tantos jóvenes.

Lisboa es una ciudad compacta. Te das cuenta desde que sales del aeropuerto, que está situado a tan solo 7 kilómetros del centro, algo que no ocurre en la mayoría de las capitales. Tampoco el aeropuerto es comparable, en dimensiones, a otros como el de Barajas. En 2016 recibió algo más de 22 millones de turistas y sus instalaciones -solo consta de dos terminales, por ejemplo- son más modestas.

Tras un vuelo de dos horas desde Gran Canaria, Lisboa nos recibe calurosa. Igual que en Tenerife y que en el resto del país, el otoño se resiste a aparecer y los termómetros siguen superando los 25 grados a finales de octubre, cuando pasan las cinco de la tarde. A nosotros -un grupo de periodistas invitados por Binter a pasar cuatro días descubriendo Lisboa- nos vienen a recoger, pero el aeropuerto está perfectamente conectado con la ciudad por guagua y metro.

Aunque este es ya mi tercer viaje a Lisboa, tardé en decidirme a ir por primera vez. En nuestro empeño de descubrir lugares lejanos, descuidamos lo más accesible. Pensamos que siempre habrá una oportunidad. Hace unos años hice escala en un viaje más largo recorriendo Portugal. Tres días en Lisboa supieron a poco. Me gustó tanto que volví una semana entera un año después, en un febrero muy lluvioso. Ahora regreso por tercera vez para volver a descubrir la Lisboa bohemia y cautivadora que encuentro siempre, con ganas de perderme entre sus calles empinadas y viejunas. Desde que estás en el avión ya sientes el fado y respiras el aire melancólico de esa ciudad portuaria, en plena desembocadura del Tajo, abierta al mar y cada día más al mundo. Lisboa está demasiado cerca para dejarla escapar y no repetir.

El sol se pone casi a las siete de la tarde, cuando ya estoy en un hotel situado en la avenida da Liberdade, muy cerca de la plaza del Marqués de Pombal. Pienso que aún me queda mucho por conocer, que las ciudades nos gustan más cuanto más las vivimos. Lisboa, a pesar de sus siete colinas, es una ciudad para caminarla. No imagino pasar unos días en ella sin pasear por las plazas de Comercio o el Rossio y subir luego las pendientes que llevan a Chiado, Bairro Alto o Alfama. O, si el tiempo o el cansancio no lo recomiendan, aprovechar alguno de los tranvías o elevadores que conectan con la zona alta y sentarme en alguno de sus miradores.

Pero también me gustaría vagar por el parque Eduardo VII de Inglaterra, que es el mayor parque del centro de Lisboa, un espacio tranquilo que está muy cerca de aquí y que aún no conozco. En él se encuentra el jardín botánico, que a mí me recuerda inevitablemente a Antonio Muñoz Molina. No solo por "Invierno en Lisboa" o "Como la sombra que se va", ambas novelas ambientadas en la capital lusa, sino por las veces que le he leído hablar de los márgenes de Lisboa y de todas las ciudades que habitan en ella.