En la historia de la gastronomía abundan los ejemplos de preparaciones nacidas con el propósito de prolongar al máximo la duración de los alimentos que, con el paso del tiempo y los avances tecnológicos, se han convertido en nuestros días en una fórmula más de elaboración de productos que han acabado por ser auténticas delicatessen.

Uno de ellos, sin duda, es la cecina. Sencillamente, "carne salada, enjuta y seca al sol, al aire o al humo".

Corominas nos dice que cecina, voz que data en el siglo XIII, viene del latín "siccus", de donde "siccina".

Para Covarrubias, ya en el XVII, cree que cecina podría valer por "ciercina", porque -añade- "es la carne salada y curada al cierzo, y es cosa cierta que las buenas cecinas son de las tierras frías, donde predomina este aire".

Lo normal es utilizar en su elaboración carne de vacuno -tapa, contra, babilla, cadera...-, aunque hay cecinas de carne de caballo.

Al parecer, las hubo -¿las hay?- de mula y de pollino; también se han acecinado carnes de caza -venado- y hasta de cabra; se habla aún de cierta cecina "de Dios nos libre" hecha con carnes de macho cabrío.

La cecina debe tener un color que va del de las cerezas al granate, con alguna infiltración grasa. El ahumado ha de ser perceptible, y el punto de sal no demasiado fuerte.

Hoy la cecina ha reaparecido con ímpetu en nuestras charcuterías. Me alegro: me gusta mucho. Eso sí, me gusta la cecina, no el tasajo; quiero decir que no la quiero excesivamente curada.

Normalmente la tomo tal cual, cortada en lonchas finas, pero no tan sutiles como las del jamón "de bellota".

Como a todos los ahumados, bajarle un poco los humos con un hilo de aceite virgen le viene muy bien. Si se quiere acompañar con algo que suponga un contraste de texturas, recomiendo unos piñones de pino, brevemente pasados por la sartén para potenciar su aroma natural.

También acepta muy bien una base de "pa amb tomaquet". Puede combinarse con alguna fruta: un cucurucho de cecina tapizado con una lámina de mango y un bastoncito de buen foie-gras en el centro queda muy bien.

Me gusta tomarla, y no sólo por razones de proximidad geográfica, con un tinto berciano, de mencía y más joven que viejo... o con una cerveza con cuerpo.

Un producto felizmente recuperado, y en alza; su calidad bien lo merece. Fue muy popular... hasta que dejó de serlo.

El triunfo de la clásica "tablas de ibéricos" no tuvo sólo consecuencias positivas, y el olvido de fiambres antes bien apreciados, como la gallina trufada, la lengua escarlata, la cabeza de jabalí y la propia cecina fue, de hecho, un triste "daño colateral" de la dictadura del cerdo ibérico.

Bienvenida sea, pues, la vuelta de la cecina: todo lo que sea sumar, en el inventario de cosas ricas, es, quién podría dudarlo, no bueno: buenísimo.