UNO DE LOS PLACERES gastronómicos que recuerdo de mi niñez es el que me proporcionaba poner punto final a un cocido saboreando un trozo de pan con el que había aplastado otro de tocino: gloria bendita, que alcanzaba proporciones colosales si, por casualidad, al binomio pan-tocino se unía un poco de tuétano del hueso de caña que, entonces, llevaba todo cocido que se preciase.

Por aquel entonces, una niña que pasados los años sería mi mujer solía ir a pasar unos días, al final del verano, a un pueblo del bellísimo valle del Sil. Allí, sus tías le daban para merendar una hermosa rebanada de pan gallego calentada en la cocina bilbaína, en la que se hacía la misma operación con unas lonchas, cortadas a cuchillo, de tocino entreverado, que se colocaban sobre el pan. Las mejillas de aquella niña, tras semejante merienda, se ponían coloradas, y sus tías le decían: "¡ahora es cuando tienes buen color, no cuando llegaste de Coruña...!". Comíamos tocino como si fuéramos cristianos viejos del Siglo de Oro. Hasta que la clase médica nos amenazó con el terrible colesterol.

Nuestros abuelos sí que comían tocino. Una de las mías, de origen abulense, se descolgaba a veces preparando en casa unas patatas revolconas con torreznos que quitaban el hipo y me encantaban. Y el llamado "picadillo", en uno de sus libros de principios del siglo pasado, describe la tortilla de torreznos que se hacía preparar cuando debía ir a alguna de las romerías que proliferan en el verano galaico.

Nunca olvidaré un tocino de papada con trufa negra que me dio un día mi amigo Santi Santamaría: corteza crujiente, interior veteado con textura que recordaba al tocino, sí, pero al tocino de cielo... Como la panceta confitada con escolta de lentejas de Pedro Subijana, que me recordó una preparación parecida de Michel Guérard. O la papada de cerdo con oronjas (Amanita caesarea) y trufa blanca de Óscar Velasco... Y las creaciones de cocineros gallegos del nivel de Pepe Solla o Xosé T. Cannas con papadas y pancetas de cerdo celta, que hay vida más allá del cerdo ibérico, aunque algunos parezcan no creerlo; una papada con pimientos de Padrón y parmesano, una panceta con grelos y caldo de chorizo...

Tengo a la vista la edición que hizo Tusquets de esa joya que es "La cocina cristiana de Occidente", de don Álvaro Cunqueiro, de cuyo óbito se cumplen este mes treinta años.

En su portada, como ilustración, aparece un cordero. Queda tierno, sí. Pero si algún animal se merece ser el símbolo de esa cocina cristiana occidental y presidir su portada es, desde luego, el cerdo. O, como también era llamado en el Siglo de Oro, utilizando la figura gramatical de designar el todo por la parte... el tocino.