Hace ya algo más de treinta años que Paul Bocuse, el más mediático de los cocineros de su época, uno de los padres de la "nouvelle cuisine", recomendaba a sus lectores ir al mercado con frecuencia y sin ideas preconcebidas; sin ideas fijas, por lo menos. "Llévese a casa lo mejor que encuentre, aunque no sea lo que usted pensaba"".

Es un buen consejo, que nosotros solemos seguir. Especialmente, en la pescadería. Así sucedió que el otro día estábamos con nuestro proveedor habitual, sin una idea muy clara de qué era lo que queríamos... hasta que vimos unos jureles, o chicharros, como ustedes prefieran, que estaban diciendo "llévanos a casa". Frescos, rígidos, casi vivos. Tamaño, mediano: algo más de 300 gramos cada uno. Perfectos para hacerlos al horno.

Es un pez con poca literatura, el chicharro. No tiene muy buena prensa, pero tampoco mala; simplemente, no es mediático. Su abundancia, que traía siempre aparejada su baja cotización, hacía que no fuese demasiado apreciado. Encima, es un pescado azul, sinónimo, según la clase médica durante muchos años, poco menos que de veneno. Además, tiene espinas. Como para triunfar en la pasarela.

Es, de alguna manera, el patito feo de los pescados azules. Todo el mundo valora las sardinas, los boquerones, hasta las caballas, por no hablar de la familia de los atunes. Pero del pobre jurel no se ocupa nadie. Mi abuela solía poner los jureles pequeños en escabeche, preparación que, años después, recuperé de manos de mi suegra.

En uno de los Campeonatos de España de Jóvenes Cocineros que se disputaban cada año coincidiendo con el Certamen de Alta Cocina de Vitoria, impresionó al jurado un chaval que, ignorando que la organización le pagaba el género, fue al mercado y se compró un hermoso chicharro; bueno, allí sería un "txitxarro". Lo hizo al horno, lo abrió, lo desespinó y lo sirvió con un pil-pil preparado con aceite, ajo y partes poco nobles de bacalao...

En estas condiciones, se siente uno chicharrero sin necesidad de haber nacido ni de vivir en Santa Cruz de Tenerife, bautizados hace tiempo por sus vecinos de La Laguna como "chicharreros" por su afición a este poco valorado pescado. Después de un jurel como el que disfrutamos el otro día, uno se siente chicharrero, y no sólo por solidaridad, sino porque el pescado merece todo el aprecio del mundo. Puede que sea humilde, que lo es: pero tiene mucho carácter, muchísima personalidad y, lo que a nosotros nos importa sobre todo, un sabor delicioso.