Corría el año 2002 cuando se enfrascaron en el alambicado mundo de permisos, licencias, registros... Desde entonces, Fabián no ha parado de alumbrar sueños.

SERGIO LOJENDIO, Tenerife

Érase una vez una vieja casa por Montaña Garabato, en La Esperanza, donde hace ya muchos, muchos años, allá por 1994, las gentes se juntaban en torno a los licores para narrar historias y cuentos, aprovechando las noches en las que la luna llena se alongaba a mirarlo todo desde lo alto.

Y cuenta Elena cómo un buen día, mientras troceaba albaricoques en compañía de Fabián, se le despertó la idea: hay que ponerle nombre propio a los licores. Corría el año 2002 cuando se enfrascaron en el alambicado mundo de los registros sanitarios; licencias; impuestos especiales.., pero el viaje no tenía vuelta y La Vieja Licorería se hizo por fin realidad y sus productos ya han viajado a Moscú, Viena, Estocolmo, Alemania o Estados Unidos.

Desde entonces, Fabián no ha parado de crear, imaginar, soñar... Siendo niño, este cordobés ya tenía metidos bien adentro los aromas de naranja, azahar o hinojo, pero fue en La Esperanza cuando observó cómo la fruta, ya madura, caía de los árboles y se dedicó a conservarla en botes, inmortalizándola, para usarla en principio como simple elemento decorativo.

Pero empujado por su espíritu inquieto, Fabián no tardó en sumergirse en el mundo de los licores, en la lectura de las esencias, en la ruta de las especias, y desde la maceración en las damajuanas (recipientes de vidrio) pasando por pruebas, con un fundamento que transita desde el nivel intelectual y el emocional, fueron alumbrando licores de canela: café; plátano; naranja amarga. Los licores son objetivos, una paleta de aromas y sabores naturales, que encierran la memoria de un momento especial, dice Fabián.

Y colorín, colorado, este cuento todavía no ha acabado.