CUANDO, hace un cuarto de siglo, conocí a un periodista tinerfeño empeñado en revolucionar y poner en el mapa la cocina y la gastronomía de su tierra, ese, el de disfrutar de una gastronomía importante, no figuraba entre los motivos que alguien podía tener para viajar a Tenerife.

La imagen exterior de esa cocina no era precisamente buena, en gran parte por desconocimiento, pero también porque lo que había, con las contadas excepciones que se dan siempre, no era para tirar cohetes.

Había algunas buenas referencias, como el catalán Fermí Puig en Santa Cruz, el andaluz Juan Gálvez en el Sur, el canario Carlos Gamonal en Tegueste... Pero por entonces había decidido tomar cartas en el asunto mi -desde aquella fecha- amigo Manolo Iglesias. En la cocina de Tenerife hay un antes y en después de Manolo Iglesias. Podemos decir, sin equivocarnos, que fue el principal responsable del espectacular cambio de imagen de esa gastronomía, que supo poner al día sin renunciar para nada a sus raíces ni a sus platos tradicionales.

Manolo sabía que había vida más allá de los mojos, de las viejas, de las samas, de las papas arrugadas (por cierto, cómo se indignaba cuando algún peninsular despistado decía "arrugás").

Así, fue animando a los cocineros que, con timidez al principio, con mayor decisión según pasaba el tiempo, se atrevían a ir más allá de lo típico y tópico, y buscaban nuevas vías para los espléndidos productos de la despensa canaria.

Gracias a la labor de Manolo Iglesias, incluyendo sus queridos premios gastronómicos anuales (esperemos que continúen, pero dándoles su nombre), Tenerife se fue configurando como un destino no ya sólo de sol y playa, sino como un destino gourmet.

El viajero ya no se conformaba con sobrevivir en cualquier chiringuito o en un guachinche, sino que procuraba informarse de cuáles eran los restaurantes donde se podía disfrutar de una cocina cada vez más importante, cada vez más atractiva.

Y detrás de todo, fomentando esa búsqueda de nuevos modos de expresión culinaria al tiempo que denunciaba cualquier exceso o desviación, estaba Manolo Iglesias, incansable viajero, organizador de los más diversos eventos, siempre que estuvieran encaminados a la mayor gloria y el mejor desarrollo de la gastronomía de su querida isla. No admitía medias tintas; era duro cuando había que serlo, pero siempre desde un profundo amor a todo lo tinerfeño.

Es un tópico decirlo, pero hoy la gastronomía canaria ha perdido uno de sus máximos referentes, de sus máximos impulsores, y se queda un poco huérfana; pero Manolo Iglesias y su memoria no podrán tener mejor homenaje y reconocimiento que seguir por la ruta marcada, seguir mejorando y realizando ese ideal que él soñó.