Aunque en los informativos de radios y televisiones quienes regresan de vacaciones de verano se empeñan en darlo por finiquitado, la verdad es que a este todavía le quedan casi tres semanas de vida, hasta cerca de las tres de la tarde del sábado 22 de septiembre.

Sucede que septiembre es, para muchos, menos verano. Hay que volver al trabajo (quienes lo tengan) o a las aulas; los días se acortan, anochece antes, empieza a hacer falta (de verdad, no de farol) un jersey... Es un mes de transición, gastronómicamente también, sin grandes alicientes.

En las primeras semanas de ese mes se pueden cazar codornices. También tórtolas y torcaces, pero hoy no nos ocuparemos de las palomas, y sí de la pequeña y popular gallinácea; en lo que su conducta sexual se refiere: su promiscuidad y frenesí han llevado a este pájaro a ser considerado incluso afrodisíaco. Ni que decir tiene que de eso, nada.

Es un ave migratoria, que ahora regresa a sus lares africanos tras pasar el verano en Europa. Como si fueran aristócratas de la vieja escuela, las codornices, en verano, buscan en el norte unas temperaturas más soportables, y solo vuelven al sur cuando menguan los calores: nada más lógico, aunque la mayoría de los humanos hagamos todo lo contrario.

El refranero español les da muchísima categoría, estableciendo toda una declaración de principios al preferir "de las aves, la perdiz y mejor la codorniz". Sin embargo, son las perdices las que están asociadas a la felicidad: antes, los cuentos terminaban con aquello de "y fueron felices y comieron perdices". Algo contradictorio, ¿no creen?

Bueno, por ahora no hay perdices. Codornices de las de verdad, tampoco crean que muchas. Leo en diversos medios lamentos de cazadores porque este año no está siendo bueno. Ellos culpan de la escasez, entre otras cosas, al desarrollo de las modernas técnicas de la agricultura.

La verdad es que una cosechadora, o una enfardadora, no son buenas amigas de las codornices, que aman las tierras sembradas de cereal. Pienso yo que los incendios también tendrán su parte de culpa.

Para ciertos ecologistas, la culpa, claro, es de los cazadores. No creo. He de decir que no soy, ni he sido nunca, cazador; probablemente me moriría de inanición si tuviera yo que matar un animal para comerlo. Eso no quiere decir que crea que la caza es un asesinato (qué barbaridad) ni que renuncie a saborear sus frutos, y de modo muy especial los de la caza de pluma.

Hay mucha gente que es partidaria de "cazar" aves con una cámara fotográfica. Me parece excelente como afición: desde niño me pareció interesante la ornitología. El problema es que las fotos no se comen, aunque hace algunos años un cocinero japonés afincado en Chicago presentó en un congreso, en San Sebastián, unas fotografías de hamburguesas comestibles (las fotografías, no las hamburguesas).

Básicamente hay dos tipos de codorniz: la de tiro, más grande, de carnes más sabrosas, que pueden obtener ustedes mediante escopeta y perro (o mediante amigo cazador y generoso), y la de granja, bastante más pequeña y con un sabor menos poderoso, pero que es lo que está a su alcance en todas las pollerías y en los anaqueles de aves de muchas grandes superficies.

Las codornices han hecho carrera en el cine: dos recetas son hitos del cine gastronómico, las codornices en sarcófago de "El festín de Babette" (Gabriel Axel, 1987) y las codornices con pétalos de rosa de "Como agua para chocolate" (Alfonso Arau, 1992).

Yo les propondré una fórmula mucho más sencilla. Recuerden que las codornices no precisan (yo diría que no admiten) mortificación: hay que desplumarlas, vaciarlas, eliminar cabeza, patas y puntas de las alas y flamearlas. Hecho esto, vamos a hacerlas en la sartén.

Calculen dos codornices por persona (quedamos en que serán codornices de granja). Envuélvanlas en sendas lonchas de tocino; si les apetece, pueden introducir entre el tocino y la piel unas bayas de enebro, machacadas. Pónganlas en una sartén amplia, con aceite de oliva (si lo prefieren, pueden usar mantequilla, ustedes verán) y dórenlas por todas partes, pongamos que diez minutos.

Sepárenles el tocino y, si las han puesto, las bayas, y hagan las aves cinco minutos más, para que tomen color. Retírenlas.

Desglasen el fondo de la sartén con media copita de coñac y una cucharada de buen caldo; cuelen esa salsita, y rieguen con ella las codornices. Un tinto riojano, elegante y de buen año, hará muy bien los honores.

Una receta de lo más sencilla para seguir llevando algo del verano a su mesa aunque estas codornices estén disponibles todo el año; de alguna manera, siempre han sido una de las imágenes gastronómico-venatorias más clásicas del estío. Y no hay nada tan triste como perder las buenas costumbres.