Cuando una imagen es especialmente afortunada se queda para siempre, sin que se profundice en el hecho de si, además de afortunada, es correcta. Un día, el gallego Julio Camba llamó al bacalao "momia pisciforme"... y el apelativo hizo fortuna: raro es que se escriba algo del bacalao sin citar la definición del periodista arousano.

Y nada tan injusto. Lo que merece ese nombre de "momia pisciforme" es el producto de la metamorfosis por la que un pez humilde, pero honrado, insípido donde los haya, pero libre casi totalmente de grasas, se convierte, a la manera de Gregor Samsa, en una especie de monstruo. No es una alegre metamorfosis al estilo de las de Ovidio, ni divertida como la de Apuleyo: no. Es una metamorfosis netamente kafkiana.

Multidireccional, además. En castellano, cosa rara, sólo tenemos una palabra: bacalao. Bacalao es el pez en vivo, el pescado fresco, y las diversas consecuencias de estas metamorfosis conservantes, al igual que el resultado de las subsiguientes metamorfosis culinarias. Ni siquiera la última campaña comercial noruega, que llama al bacalao fresco "skrei", ha tenido demasiado éxito. Bacalao, y punto.

No ocurre lo mismo en francés. Nuestros vecinos dicen que Dios creó el "cabillaud", pero el hombre hizo la "morue". El "cabillaud" es ni más ni menos que el bacalao fresco, pescado abundante en las gélidas aguas de los mares norteños, objeto de las singladuras de los navegantes vascos y portugueses, que mucho hablar de vikingos y polinesios, pero los nuestros también tenían lo suyo. Al fin y al cabo, detrás de los bancos bacaladeros estaba América, aunque ellos no lo sabían.

Pero, vamos, tomarse tantas molestias en ir a buscar al otro lado del mar un pescado tan soso, teniendo buenas merluzas en el Cantábrico... Resultó que el bacalao era un pescado perfecto para conservar, por su mínimo contenido graso. Y se convirtió en el pescado cecial por naturaleza. Fueron los reyes del Norte: el arenque y el bacalao.

¿Qué bacalao? Pues... la "morue", el bacalao salado y seco, capturado muy lejos de las bases; el bacalao que hoy llamaríamos "dorado", que fue, hasta hace bien poco, el bacalao por antonomasia para sus principales consumidores (aquí lo de principales se refiere a la calidad de las recetas que aplican a este gádido, no a las cantidades), que son España, Portugal, Francia e Italia... El bacalao del desalado tradicional, ése si que "momia pisciforme" y aún más, "terror de maridos" según ''Picadillo'', rey indiscutible de la Cuaresma.

La metamorfosis podía ir más allá. Podía consistir en el eviscerado de los pescados que, divididos en dos partes unidas por la superior, se colgaban a secar al aire, cuanto más frío mejor. Bateas de madera cargadas de bacalaos y sucedáneos, típicas del paisaje de las islas Lofoten, en la costa noruega... o en la localidad soriana de Agreda, en la ruta entre Soria y Pamplona.

A eso se le llama "stockfish", de "stock", bastón, y "fish", pez. Queda duro como una piedra. Para devolverlo a la condición de comestible precisa una larga rehidratación. Pero ése es el bacalao que pretieren los italianos, y ésa la base de la gran receta veneciana, el "baccalá mantecato".

Por aquí se prefiere el bacalao "verde": proceso completamente contrario. Un bacalao que se desangra recién subido a bordo, que se descarga en el día y que se somete a salazón, pero no a secado al aire, ni siquiera en túnel. Es un bacalao cuya llegada a nuestro mercado es bastante más reciente, procedente de las capturas bajo banderas noruega, islandesa o de las islas Färoe.

Este bacalao ha de atravesar dos jubilosas metamorfosis, alejando de sí el espíritu kafkiano: la primera lo pondrá en condiciones de ser cocinado, suprimiendo el exceso de sal en un proceso que requiere su técnica correcta. Y la segunda... bueno, ahí estarán las artes del cocinero que lo convertirá en una brandada nimeña o provenzal, que lo embellecerá con la magnífica salsa vizcaína... o que lo llevará a esa cumbre de la cocina del bacalao que, para quien esto escribe, es el bacalao al pil-pil, fórmula en la que la presunta "momia pisciforme" de Camba se convierte, por acción de sus mejores amigos, en un plato que, en su versión original, debería ser declarado Patrimonio Comestible de la Humanidad.

¿Que cuáles son esos amigos? Está claro, ¿no? El aceite de oliva; el ajo; la guindilla... y el trabajo sabio y meticuloso del hombre. Que, para esta momia, es más grato final de trayecto una cazuela al fuego que una urna en el Museo de El Cairo.