No es raro que mencione en estos artículos de fin de semana mi afición a curiosear en libros de gastronomía y también, claro está, en recovecos de internet. Lo segundo es muy práctico; a uno le llama la atención cualquier tuétano sustancioso y, venga, copiar y pegar.

Pero, lo realmente sabroso es ponerse a trazar la vista por libracos que estaban ahí guardados entre reliquias y por alguna causa quedaron allí olvidados. Hasta divertido, créanme, buscar la manera de posicionar el tomo en cuestión y transcribir párrafos que valen un potosí; hoy quiero dejarles con este hallazgo, trabajo de José H. Chela que se remonta al año 92 y que recreaba una receta típica de... ¡San Borondón!

Genio figura, el escritor y periodista afirmaba: "Me parece que es la primera vez que se imagina una coquinaria propia de esta tierra huidiza hecha de sueños, de nubes y reflejos". "Que por fantasear que no quede", advertía el recordado colega al presentar la receta samborondoriana del Guiso de Haches, ya que lleva hongos, hierbas e hígado.

Parte la propuesta de Chela con los hongos, "que los primitivos insulares la usaban para su alimentación, cosa lógica al tenerlas directamente de montes y bosques, aunque la micología se perdiera inexplicablemente a lo largo de los siglos".

Introduce el autor el jengibre, "especie extraña a nuestra culinaria tradicional, pero es que San Borondón es una isla de origen medieval y céltico; el vino utilizado en este guisote -de suculenta finura y virtudes afrodisíacas- es el herreño llamado de pata. Los duendes de San Borondón abandonaban, nocturnalmente, su ilocalizable morada y se acercaban a las bodegas de la isla chiquita para robar, sin que se notase, succionando de las barricas, los litros indispensables".

Esta es la receta para cuatro personas. Se toman cuatro bistecs de hígado de cochino; se les quitan los pellejos y cortan en cachos como de dos centímetros o tres. Se sazonan con sal, pimienta y jengibre en polvo y, a continuación se pasan por harina y se fríen (lo normal, si somos consecuentes, sería con manteca*).

Seguidamente, sacamos los pedazos de carne, los escurrimos bien y los reservamos. Colamos la manteca -o el aceite- donde hemos preparado el hígado y volvemos a ponerla en el mismo recipiente. Ahora sofreímos un par de cebollas bien grandes, o tres medianas, que habremos pelado y cortado en lunas.

Cuando están bien transparentes, añadimos trescientos o cuatrocientos gramos de setas, si son silvestres mejor, partidas a mano y nunca cortadas con cuchillo. Removemos un poco para que se doren con la cebolla. Luego, agregamos el hígado y removemos de nuevo.

Espolvoreamos con unas hierbas picadas en poca cantidad: romero, tomillo y una hoja seca de laurel. Mojamos con un vaso y medio -de los grandes- de vino y ponemos un fisco de agua.

Dejamos hacer, tapando el recipiente. A media cocción, rectificamos de sal. Cuando la salsa quede levemente espesa, apartamos y dejamos reposar unos minutos.

*Recordemos que el secreto para freír bien el hígado y que no quede como la suela de un zapato es hacerlo con la grasa caliente, pero no arrebatada. Que se guise, más bien, mientras se dora.

El autor de la receta sugiere acompañar con una bola de papas en un lado del plato... "lo que también supone cierta licencia histórica, claro".

¡Qué decir ante el hallazgo de una receta samborondoriana! ¡Manos a la obra!