Lo confieso: cae una bolsa de golosinas en mi poder y es que me pego un atracón de no parar; no tengo fondo (quizá ya a estas alturas sí) y en tiempos de antaño era una verdadera lima. Me trae esto a colación una reflexión que me hizo en su día el chef Andoni Luis Aduriz (Mugaritz, Rentería, dos estrellas Michelin), con el que pude contactar en una escala de aeropuerto entre México y Emiratos Árabes. "Viajamos mucho y aprendemos para conseguir cauces, abrir rendijas que van abriendo marcos más amplios de competencias, de acciones, y de ahí se afianza la personalidad propia de entender la gastronomía y la cocina", afirmaba en ese momento.

Y es que por entonces Aduriz y su equipo avanzaban decididamente en ensayos de I+D acerca de las golosinas y los chuches a nivel planetario (The Candy Project), no propiciado precisamente por un trauma infantil, descuiden. Recordaba el cocinero vasco que se inflaba con los arsenales de regalices, pica-picas, chicles y unas pastillas de regaliz y caramelo de menta que nunca volvió a encontrar.

"Estimo que las golosinas han sido injustamente ''demonizadas'', así que me propuse recopilar datos para acabar desvelando el secreto de su éxito y luego aplicar todo ese conocimiento para poner a este tipo de dulces en el escalafón que les corresponde". A partir de lo que podría denominarse "Chuchenomía", se podría nada menos que configurar un mapa planetario del gusto con las chucherías como factores de estudio.

De esa forma, hasta se puede medir la relevancia económica, social y nutricional; por tanto, no se trata de demonizar a la industria sino de encauzar ciertos hábitos, según este chef, que constataba que las golosinas digamos tradicionales siguen conviviendo con las contemporáneas, globalizadas e industrializadas. En ese territorio, aparentemente inocuo, se disputa parecida batalla que en el mundo de la alimentación.