Carlos Yáñez-Barnuevo, médico de 59 años, naufragó con su velero de diez metros de eslora cuando, navegando en solitario, regresaba de las Azores, justo a medio camino, a 750 kilómetros de la costa, en un punto en el que, tras luchar trece horas seguidas para salvar su barco, el "Ágata", fue rescatado.

Militante de extrema izquierda en su juventud, alcalde socialista de su pueblo, Coria del Río (Sevilla), en los primeros años ochenta, trata de ponerle humor al hecho de naufragar un 18 de julio.

Carlos padece una parálisis parcial del brazo derecho por un accidente de moto que tuvo hace treinta años, y hace cinco sufrió un infarto de miocardio, pero cuenta con 25 años de experiencia náutica en los que ha navegado unas 20.000 millas, aunque esta travesía del naufragio era la más larga que había hecho en solitario y a su término tenía previsto vender el "Ágata".

Según cuenta: "Iba navegando a vela, de noche, sobre las cinco de la madrugada el barco colisionó con algo sumergido, probablemente un cetáceo que iba dormido, como yo, que dañó la pala del timón, que poco después se desprendió totalmente, dejándome a la deriva, atravesado al viento y a las olas, que es lo que le pasa a un velero cuando se queda sin gobierno; una verdadera coctelera".

"Todo el día, hasta las seis de la tarde, estuve intentando armar diversos aparejos de gobierno de fortuna con objetos del barco, como un ancla de quince kilos, y maniobrando las velas de proa con y sin motor... pero no hubo manera".

"Los vientos de veinte nudos y la fuerte marejada tampoco ayudaban; intenté armar un timón de fortuna con el tangón a modo de caña y un tablero a modo de pala, pero cuando bajé a la camareta a buscar ese tablero me percaté, para mi total desolación, que tenía una vía de agua".

"Dos embarcaciones amigas, a las que había prevenido por radio de mis dificultades, me esperaban en las proximidades, y no podía hacerles esperar indefinidamente; el recurso al remolque era inviable con olas de dos metros y una vía de agua, además del viento fuerte".

"El agua en el interior seguía subiendo y al final no tuve más remedio que abandonar el barco antes de que cayera la noche, cosa que hice en la lancha neumática, en una maniobra arriesgada por el fuerte oleaje pero que salió bien; y antes abrí los grifos de fondo para acelerar el hundimiento y evitar un riesgo para la navegación de otras embarcaciones".

"Claro que lo sucedido me entristece, pero me queda la satisfacción de haber completado el crucero por las Azores y, sobre todo, haber salvado el pellejo; y me quedará el recuerdo del ''Ágata'' como un buen barco; cuidó de mí hasta el final y me permitió un abandono ordenado y con tiempo suficiente incluso para recoger algunas cosas, mi cartera, el ordenador..."

"Ahora reposa en el fondo del Atlántico, hundido por un cetáceo -y por mi mano-, que es quizá el mejor final y el mejor lugar que le corresponde a un buen barco; mejor que malvenderlo, como era mi intención, por no poder mantenerlo como es debido".

"¿Miedo? No, miedo tuve en África en un control de soldados congoleños borrachos que blandían kalashnikov y porque se alegraban de encontrar a un blanco... No tuve miedo, salvo el susto inicial del golpe que me despertó; predominaba un sentimiento sobre los demás: salvar el barco; no había ni tiempo ni deseo de pensar en nada más; ni siquiera en insistir con la radio pidiendo ayuda; sólo pensaba en salvar el barco y salvarme yo con él".

"No paraba; intentaba hacer gobernable el barco ensayando distintas posiciones con el aparejo de fortuna, durante horas y horas; a veces caía rendido, empapado en sudor, y descansaba unos minutos tumbado en la cubierta; cuando me asaltaban las dudas y asomaba la desesperación volvía al trabajo".

"A las tres de la tarde vi al ''Vagabundo'' y al ''Miccoa'', que me rescató de la balsa, y vi también hundirse el "Ágata"; y allí iba media vida mía, no sé cuantas cosas tengo allí, regalos de amigos y libros, ''El espejo del mar'' de Joseph Conrad..."

"En algún momento de pesimismo pensé que podía ser no sólo el final de mi barco sino también el mío, pero esa visión, tan cercana, tan probable, aliviaba mi angustia: había vivido una buena y larga vida, llena de amigos, amantes y vivencias, y ver morir mi barco, en medio de la inmensidad del océano, sin causar daño a nadie, y en pocos minutos, no era una mala muerte; al revés, pensé en los versos de Petrarca: "Una muerte hermosa honra una vida entera".