El G20 comenzó ayer con diferencias sobre la solución a los desequilibrios globales, ya que mientras las grandes economías piden coordinación a través de herramientas de medición precisas, los países emergentes se oponen a las reglas mundiales sobre flujo de capitales.

Los ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales de las veinte naciones pertenecientes al grupo y sus invitadas, entre ellas España, se reúnen durante dos días en París, que ostenta la presidencia de turno, a la busca de un acuerdo de principios en materia de exportación, importación y déficit.

Entre los principales escollos para llegar a conclusiones comunes destaca la presión que se ha puesto sobre los países emergentes en general, y sobre China en particular, para que revalúen sus monedas y pongan término a su acumulación de divisas. El grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) tampoco quiere oír hablar de una regulación de los precios de las materias primas, en primer plano de la actualidad por el encarecimiento del petróleo y de alimentos básicos.

Tras una reunión de coordinación entre los ministros de estos cinco países, el titular brasileño de Finanzas, Guido Mantega, argumentó que "lo que hay que hacer es estimular la oferta", en particular en los países en desarrollo, "no inhibir los precios" y combatir las subvenciones que todavía existen. Otra de las polémicas gira en torno a la lista de indicadores comparables para poner en marcha una política de coordinación de la economía a escala global, objetivo declarado de Francia. Los BRICS prefieren que tales indicadores se queden en "recomendaciones", y creen que la causa profunda de la persistencia de los desequilibrios globales es que los países desarrollados no se han recuperado de la crisis, y la mejor solución es estimular para que salgan de esa situación. Ante estas diferencias, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, invitó al inaugurar el foro a no estancarse en "discusiones interminables sobre los indicadores", y recordó que el Grupo de los Veinte, que nació en 1999 en plena crisis financiera asiática, "sólo conservará su legitimidad si es capaz de ser eficaz". Reconoció que, una vez iniciada la recuperación de la crisis, "la tentación de dar prioridad a los intereses nacionales es grande", pero fue claro al señalar que esto constituiría "la muerte del G20".