El presidente surcoreano, Moon Jae-in, figura capital en el deshielo entre Seúl, Washington y Pyongyang, protagonizará este viernes una histórica cumbre con su homólogo norcoreano, Kim Jong-un, gracias a una decidida apuesta por el diálogo no exenta de importantes riesgos.

Desde su llegada al poder en mayo de 2017 Moon ha hecho valer su perfil de abogado curtido en la defensa de derechos humanos dejando claro que la diplomacia es para él la única vía para desbloquear el enroque creado en la región por los continuados progresos de Pyongyang en el desarrollo de su programa nuclear y de misiles.

Hijo de norcoreanos emigrados al Sur durante la Guerra de Corea (1950-1953), el presidente pertenece a la generación que constituye el penúltimo y cada vez más débil eslabón con el propio conflicto y con la idea de una península unificada, un hipotético escenario del que reniegan cada vez más jóvenes en el Sur.

De sonrisa y gesto cercano, Moon, católico practicante de 65 años, encaja a su vez en el arquetipo del surcoreano que clamó en las calles incansablemente por el fin de las dictaduras militares en los setenta y los ochenta, algo que le valió varios arrestos y el no poder optar a una plaza como juez.

Sin embargo, ese trasfondo idealista no ha evitado que Moon, a diferencia de sus antecesores Kim Dae-jung y Roh Moo-hyon (que estuvieron en las dos primeras cumbres intercoreanas), haya defendido también una política de duras sanciones para con el vecino siempre que Pyongyang ha insistido en seguir con el empuje atómico.

En ese sentido, su partido sacó a relucir repetidamente en campaña su currículo militar -Moon destacó en las fuerzas especiales y participó en arriesgadas operaciones en la frontera- para subrayar que el ahora presidente es perfectamente consciente de que en la península conviven dos países que aún siguen técnicamente en guerra.

En definitiva, esa aparente capacidad para mantener el equilibrio entre las políticas de mano tendida y puño cerrado lo han convertido hasta ahora en un excelente mediador entre Pyongyang y Washington, aprovechando a su vez el hueco abierto entre Pekín y el régimen norcoreano tras el endurecimiento de las sanciones chinas.

Moon quiso usar desde que llegó al poder los Juegos Olímpicos de Invierno celebrados el pasado febrero en Corea del Sur como escenario para articular esa aproximación e invitó a Pyongyang a participar, para así aliviar las enormes tensiones generadas en 2017 por las repetidas pruebas de armas norcoreanas y las amenazas cruzadas entre Trump y el régimen.

Aunque el propio Kim Jong-un tardaría varios meses en aceptarla (lo hizo en enero), el deshielo olímpico efectivamente ha hecho girar los engranajes diplomáticos a una velocidad endiablada y ha deparado casi de golpe un escenario inédito.

Un escenario, no obstante, cargado de incógnitas, especialmente en torno a lo que podría deparar la cumbre entre Kim y Trump prevista para mayo o junio.

El mayor riesgo, según los analistas, es qué sucederá una vez que Washington y Pyongyang saquen sus cartas y exhiban previsiblemente sus diferencias en torno a su idea de desnuclearización o de las condiciones necesarias para implementar ese hipotético desarme.

En este caso, el reto de Moon residiría en mantener viva la ya de por sí débil relación con Corea del Norte y mantener a EEUU en la senda del diálogo y alejado de la opción del ataque estratégico por la que tan favorables se han mostrado los "halcones" que Trump ha incorporado recientemente a su Gobierno para preparar su encuentro con Kim.

Tras la relativa falta de éxito de las cumbres Seúl-Pyongyang de 2000 y 2007, muchos creen también que un nuevo fracaso de Moon podría alentar aún más el descreimiento y el desinterés que ya sienten muchos surcoreanos con respecto a las políticas enfocadas al vecino del norte.

Además, un nuevo revés dejaría el posible fin de las hostilidades y del programa nuclear de Pyongyang en manos de una nueva generación de políticos surcoreanos que difícilmente exhibirá la visión y empatía propias de Moon por estar cada vez más y más alejada del recuerdo de la guerra y de la partición de la península.