HE OÍDO decir a algunos periodistas "viejos" que durante la dictadura del general Franco atravesaron en su profesión momentos verdaderamente dramáticos. El temor a la censura oficial, que castigaba de modo implacable a todos los que se desviaban de la línea dictada por la Jefatura del Movimiento, impedía a los profesionales del periodismo ofrecer a sus lectores con absoluta objetividad noticias sobre el acontecer de los días u opiniones que chocaran frontalmente con las del gobierno. Recuerdo cuando se exhibió la película "Gilda", aquella que dio fama a Rita Hayworth. Clasificada por la censura como "muy peligrosa" para la moral pública, en los periódicos no se publicó ni una sola reseña a favor de ella; por otro lado, una más del montón que sólo tenía de extraordinario un baile de la protagonista. Pero como las disposiciones oficiales impedían hablar de ella, pues todo el mundo callado y punto. Podría citar varios asuntos como éste que me vienen ahora a la memoria, mas no es ese el tema que pretendo tratar en estos artículos que EL DÍA me permite publicar semanalmente. Si lo menciono es para que mis lectores -los que no vivieron esa época- comprendan cuál era la situación de los periodistas, siempre temerosos de ser expedientados por el censor de turno. Así, a veces, a pesar de la abundancia de noticias, procuraban no tratar de ellas o hacerlo de manera ambigua para no comprometerse. Digamos que los periodistas eran meros amanuenses que se limitaban a trasladar al papel los dictados de la "autoridad".

La democracia nos ha traído un cambio radical en el modo de hacer periodismo. El cuarto poder, como suele llamárselo, reconoce el valor de la opinión pública hasta un punto que nadie pudo imaginar cuando los primeros tabloides vieron la luz. En este escenario no resulta extraño que estos profesionales se hayan visto obligados a no tratar las noticias con la amplitud que algunas merecen, y esto por una razón muy sencilla: las páginas previstas para ellas y las colaboraciones habituales son las que son y es preciso ser concisos, escuetos. Si algo resulta relevante y los lectores se muestran interesados, tiempo habrá de tratarlo más profundamente en próximas ediciones.

¿Y cuáles son en la actualidad los temas que los periodistas tienen la posibilidad de tratar seguros de que sus lectores les prestarán toda su atención? Son tantos y variados que sería prolijo enumerarlos, pero a nadie se le escapa el potencial que ofrece la delicada situación económica que atravesamos, la exitosa actuación de nuestros deportistas, la presunta corrupción de algunos políticos... En tiempos pasados la noticia tenía que ser tratada con la mayor amplitud, elucubrando sobre elementos que nada tenían que ver con ella con objeto de ocupar el mayor espacio posible, pero en la actualidad, como antes he dicho, es necesario acortarla, sintetizarla, para que no ocupe sino el número de columnas que con antelación el redactor-jefe le ha asignado; de otro modo invadiría las de otros compañeros.

En las circunstancias que he descrito no resulta extraño que los periódicos no hayan tratado con amplitud un tema actual que, a bote pronto, sólo compete a una sociedad recreativa chicharrera, aunque también regional: me refiero al Casino de Tenerife, y el tema en cuestión es la elección de su nueva junta directiva el próximo mes de octubre. Sí, la gente comenta el asunto en las tertulias, pero con opiniones intrascendentes pues entienden, con razón, que se trata de algo que sólo compete a sus socios, y no es esa mi opinión, habida cuenta la importancia que el Casino tiene en nuestro ámbito. Desde su fundación, en al año 1846, el Casino de Tenerife ha sido una sociedad de referencia para todos los canarios. Por ella ha pasado lo más selecto de nuestra sociedad, sin que nunca, por raro que parezca y en contra de la opinión de muchos, se haya excluido a nadie cuya divisa fuera la buena educación. El talante de sus fundadores -y sus sucesores en la gestión social- fue ofrecer a la sociedad isleña un lugar para debatir ideas, así como el marco apropiado para la realización de actos que incentivaran la cultura del pueblo, sin que para la asistencia a estos últimos fuera necesario ser socio. Esta disposición de las sucesivas juntas directivas que han regido la sociedad durante los 163 años transcurridos ha establecido un criterio tácito: tras el mandato de un presidente, contando de antemano con la experiencia adquirida por su sucesor, accedía al cargo el primer vicepresidente. Éste, invariablemente, contaba asimismo con miembros de la junta anterior, por cuyo motivo el espíritu social se mantenía y la sociedad cumplía sus ciclos sin excesivos cambios en sus Estatutos.

Pero los regidores de la sociedad a partir de los años 90 del siglo pasado fueron conscientes de que su rumbo era preciso modificarlo si querían una entidad viva y dispuesta a enfrentarse a los problemas que las nuevas corrientes del pensamiento exigían. La gente cambiaba sus hábitos, se imponía la práctica deportiva, otras sociedades del entorno emprendían actuaciones similares, y era preciso un "aggiornamento" porque el Casino perdía socios año tras año, sin que la savia de los jóvenes viniese a sustituir la de aquellos que, por razones de edad, se veían obligados a dar un paso atrás. Trasladar al papel los acontecimientos que siguieron a esta toma de conciencia ocuparía más espacio que el que se me tiene asignado -creo que ya me he pasado-, pero basta saber que la actual junta directiva que preside José Alberto Muiños ha logrado en un año y medio que el número de socios haya aumentado en unos 600; que se haya inaugurado una nueva y moderna cafetería por todos alabada; que el patrimonio social se haya dividido en participaciones con un valor que próximamente fijará la Junta General; que sea la sociedad que más actos culturales celebra en la isla; que el próximo año acometa la realización de un gimnasio spa...; en definitiva, en una sociedad, todo hay que decirlo, que no es ya el lugar que utilizaban los socios para realizar sus necesidades fisiológicas durante los carnavales.

Sin embargo, a pesar de lo logrado, no terminan en eso las actividades de la junta que preside el señor Muiños. Cree que ha tenido muy poco tiempo para llevar a cabo los proyectos que su junta y él tenían previstos, de modo que ha optado por la reelección. Tiene ambiciosos planes que en su momento, si resulta reelegido, propondrá a la Junta General, pues será ésta la que deberá pronunciarse habida cuenta las repercusiones económicas que tendrán para las arcas de la sociedad. Sin ir más lejos, ¿será conveniente solicitar a la Autoridad Portuaria la concesión de una marina deportiva, tal y como está previsto? Sería, repito, una marina deportiva, no piscinas o zonas de baño, y no es necesario ser muy ducho en matemáticas para darse cuenta de dos cosas: 1) el coste de su construcción y mantenimiento sería bastante elevado, y 2) tendrían que ser los socios, basándose en derramas, los que tendrían que sufragarla.

En fin, la pelota está en el tejado. Ignoro en estos momentos cuántas candidaturas se presentarán en las mencionadas elecciones, aunque de una cosa estoy seguro: se celebrarán en el clima de compañerismo, respeto y educación que siempre ha reinado en la vieja y señera sociedad santacrucera.