Fuerteventura recuerda estos días a los desterrados que Franco envío a la isla hace 50 años tras el "Contubernio de Múnich", unos "insurrectos" de misa diaria que pronto se ganaron a la población local enseñando a los más humildes a leer, o compartiendo tardes de cine y pesca.

Joaquín Satrústegui, Fernando Álvarez de Miranda, Jesús Barros de Lis y Jaime Miralles llegaron a Fuerteventura en 1962 acompañados de dos policías que se convertirían en su sombra y con la etiqueta de expulsados del régimen, como castigo a su osadía de haber participado en el IV Congreso del Movimiento Europeo, la reunión en favor de la democracia que el diario "Arriba" rebautizó con ánimo peyorativo como el "Contubernio de Múnich".

En un primer momento, ese sello despertó en Puerto del Rosario la desconfianza de un pueblo que apenas superaba los 3.000 habitantes, con escasas calles asfaltadas y donde el agua llegaba a los hogares repartida en carros o a pie por los aguadores, recuerdan algunos de los vecinos que compartieron vivencias con ellos.

Sin embargo, sus costumbres de misa diaria y sus sesiones de baño y pesca en la bahía de Puerto pronto empezaron a granjearles el respeto de la población local, así como sus continuos paseos por las dos o tres calles que vertebraban la economía de la zona, las compras en la tienda de Ramón Peñate o las visitas a la farmacia de Manuel González, donde hojeaban la prensa.

Atraídos por la curiosidad que los cuatro desterrados despertaban en la sociedad, los jóvenes Marcelino López y sus hermanos Nicanor y Ciro fueron de los primeros en acercarse a ellos y en comenzar una amistad, compartiendo aficiones y visitas los fines de semana al recién estrenado cine Marga.

"Nos invitaban a un grupo de niños a ir al cine, allí pude ver estrenos de películas como ''Corazón de León''", recuerda Marcelino López, que confiesa: "para mí fueron como unos padres dispuestos a ayudarnos y a enseñarnos modales, aún mantengo relación con Álvarez de Miranda y con algunos de los hijos de los otros tres".

Movidos por el anhelo de instruir a los jóvenes, los desterrados del Contubernio solicitaron al sacerdote Juan Marrero la sacristía de la iglesia del Rosario para convertirla cada tarde en un aula en la que impartían catequesis y enseñaban a leer y a escribir a los niños más humildes, las personas mayores sin oportunidad para estudiar o, incluso, alguno que no había obtenido el carné de conducir por no saber leer.

El historiador majorero Elías Rodríguez destaca "la actitud valiente y atrevida" del sacerdote al ceder las dependencias parroquiales a personas contrarias al régimen y condenados al destierro por Franco.

La confianza y el respeto de los habitantes de Puerto del Rosario y los hombres del Contubernio iría a más y estos no dudaron en echar una mano en los hornos de cal, principal industria de la capital hasta la irrupción del turismo, cuando estos requerían mano de obra.

Matías González -defensor a ultranza de la monarquía-, Antonio Espinosa, Miguel Sánchez, los Castañeyra o Arístides Hernández -el que sería su médico durante el tiempo que permanecieron en el destierro- fueron los amigos majoreros de los confinados.

Sin embargo, serían el farmacéutico Manuel González y su esposa, Hortensia Pérez, los auténticos protectores de los nuevos vecinos de Puerto del Rosario.

Hortensia, comprometida con la izquierda española desde niña, trae a la memoria las veladas en su casa en torno a las partidas de dominó y las conversaciones de política.

"Eran tiempos de dictadura y en la isla nadie hablaba de ese tema en público, pero con ellos jamás dejamos de conversar de una actualidad que pasaba por la situación política", explica ante algunas de las fotos de la exposición conmemorativa: "Múnich 1962. El ''Contubernio'' de la Concordia", que Casa África expone estos días en el Centro de Arte Juan Ismael, en Puerto del Rosario.

Con Hortensia y su marido, los desterrados compartían excursiones por Fuerteventura: "Solían acompañarnos a la playa de El Castillo, donde Satrústegui nos enseñaba a jugar al golf en la arena", apunta la mujer. Cincuenta años después la zona acoge varios campos de golf como oferta turística.

Durante los meses que los hombres permanecieron en Fuerteventura, se alojaron en el único hotel del lugar, el Valerón, hasta que, viendo que los que los habían expulsado de la península hacían oídos sordos al pago del hospedaje, decidieron ponerse en huelga de hambre en la Delegación del Gobierno.

Tras permanecer una noche en las dependencias de la Delegación, el Gobierno los alojó en un hospital, terminado años antes pero sin apenas muebles ni dinero para ponerlo en funcionamiento. Allí, permanecieron hasta que abandonaron la isla.

El 3 de mayo de 1963 fueron puestos en libertad y, al poco, un avión tomaba pista en el aeropuerto de Los Estancos y ponían fin su cautiverio en Fuerteventura, una isla que no era ajena al destierro.

Alejada de la metrópoli, sin comunicaciones, y una estructura casi feudal, la habían convertido en un destino ideal al que enviar a los opositores de los regímenes establecidos.

De hecho, hasta ella llegaron Miguel de Unamuno y Rodrigo Soriano en 1924, desterrados por Primo de Rivera; el anarquista Buenaventura Durruti, tras la insurrección del Alto Llobregat, los saharauis detenidos durante la guerra de Ifni o decenas de presos condenados por el régimen franquista a permanecer en la Colonia Penitenciaria de Tefía por su condición sexual o ideológica.