UN EQUIPO como el Tenerife no tiene permitido hacerse el "harakiri" en el campo del Montañeros, ni siquiera con excusas de cierto peso específico, como un terreno de juego infame. Pero el Tenerife es así. Se rehace desde el abatimiento con la misma naturalidad que luego decide derribar sus propios castillos de ilusión. Lo peor del caso es que para esta última tarea no suele necesitar enemigos. Se lía solo. Es una seña de identidad endógena, a la que se adaptan rápido los que vienen de fuera, tipo Tébar.

En este club aburren las rachas; las buenas y las malas. Después de poner en pie al gigante (por presupuesto y afición) con las cuatro victorias consecutivas en las peores circunstancias, contra viento y marea, superando un autogol en frío ante el Albacete o salvando los tres puntos con dos jugadores menos frente al Getafe B, cualquier otro equipo habría alcanzado un clima de estabilidad y optimismo suficiente para aprovechar el tropiezo del líder, ganar con cierta autoridad al colista y asaltar su gran ocasión de enmendar la temporada.

Pero este no es cualquier otro club, este es el Tenerife. El irredento, capaz de lo mejor y tan proclive a las conductas autodestructivas. Entonces, hay situaciones como la semana que acaba de terminar en las que a todos se les sale la cadena y el equipo termina por descarrilar. Los puntos son irrecuperables, las cuentas que hacíamos todos ya no salen (el lunes próximos veremos), pero con todo lo que pasó, lo peor del caso es lo que queda: la erosión en imagen de Tébar. Nunca debió rectificar. De la autoexpulsión del portero, mejor no hablar.