QUERIDO PROFESOR y amigo: hace tiempo que no te encuentro en las bellas y largas calles de tu querida Laguna. Tampoco puedo sentarme a tu lado en las doctas charlas de la Academia, donde, durante largo tiempo, he sido tu atento alumno ¿Te acuerdas, querido maestro, cuando me enseñabas que una casa nunca puede empezarse por el tejado?

"Paciencia, atención y tolerancia y... decir siempre algo menos de lo que se sabe". Eso me decías y eso procuro hacer.

Supongo que estos días estarás muy ocupado con las cosas del cielo ¡Sí, ya sé! Tu esposa, tus hijos, tus nietos y los amigos que se te adelantaron te robarán tu precioso tiempo. No te preocupes, maestro; atiende tus obligaciones con todos ellos..., y cuando tengas un rato libre piensa en los amigos que te perdimos de vista hace cierto tiempo. Mira, como siempre hiciste, por la Academia, por el Colegio de Médicos, por la Sociedad de Amigos del País, por tu querida Laguna: por aquellos a quienes estimulaste a estudiar, a hablar y a escribir, porque "descansar es empezar a morir".

Piensa un poco en nuestras cosas; alívianos tu ausencia y aparta nuestros temores. Mira cómo nos va la vida y ayúdanos en nuestras debilidades.

Hoy me brindas la oportunidad de hablarte de mis sentimientos, como hice en otras tantas ocasiones, y no la voy a perder sabiendo que Dios ya te ha conferido la mayor paciencia: el don de la eternidad. Los demás deberán perdonarme.

Después de tu marcha, me voy acostumbrando a ver la vida como un don prestado que me ayuda a aceptar, con serenidad, las limitaciones que la edad me va imponiendo.

He llegado a entender que hay varias formas de morir. Unos lo hacen al contado. Otros mueren por desplome prematuro. Yo, como tú, prefiero un desgaste físico gradual; algo que los míos puedan aceptar como un atardecer apacible.

Pero no temas por mí, querido maestro: me siento cómodo en mi edad, y los gestos y formas que voy abandonando (y, según las postreras palabras al obispo Bernardo, pienso que también tú) son como pequeñas devoluciones de un todo espiritual que se me prestó algún día. Ello abre una nueva faceta en mi vida moral, en la que intento dar a la muerte el sentido de una gradual capitulación; de una lenta dimisión de mí mismo.

Querido maestro: se van muriendo seres queridos, y algunos ¡tan humanos como tú! Y créeme, parece quimérico el esfuerzo por vivificar tu memoria; resulta agotador y, paradójicamente, es un reconfortante estímulo vital que siento necesario, porque siempre has sido alguien que ha ocupado un lugar real en mi propia existencia, cuya integridad se me prometió eterna.

Como me enseñaste, cederé poco a poco mis más elementales facultades ¡Ello me dolerá!, porque he creído que eran mías, pero al final, como tú, entregaré mi voluntad de vivir aquí y así ¡Me será muy caro! Pero siempre he contado con que alguna vez tendría que ceder a la voluntad de la naturaleza contra la mía.

Pienso que "al otro lado" se disolverán las adherencias que me limitan y me crispan; que me deforman y me impiden estar disponible para todos, y entregado a todos, pero habré aliviado del peso de mí mismo.

Todo vendrá por sus pasos contados y el final será una victoria de la naturaleza sobre mi egoísmo, y mi agonía triunfará sobre mi replegada desconfianza.

Borrada ya toda pesadilla, despertaré, como tú, en el pensamiento y en el afecto de los demás, allí donde habías estado siempre, sin siquiera sentirlo, para hacer felices a tus seres queridos; para oír cómo "de ti" surgen los más bellos poemas, y así vibrarás al unísono en todos tus valores.