Comerciante jubilado, por un lado, y fotógrafo a medio camino entre la afición y el profesionalismo, por otro, así como cineasta amateur en tiempos de tecnologías hoy antediluvianas. Es Enrique de Armas, uno de los protagonistas del homenaje a socios y colaboradores que el Orfeón La Paz incorporó ayer a la celebración de su 99 aniversario, donde también fueron distinguidos María Gracia Ramos, María Amparo Concepción, y José Luis y Arturo Vega.

Orfeonista durante 70 de sus 90 años -de ahí el tributo-, su vida recuerda a una de esas balanzas que, seguro, tuvo que utilizar en el establecimiento de alimentación del que fue propietario hasta 1993 en la céntrica calle de La Carrera. La tienda y la cámara, los productos y las fotos, el negocio y el arte. Porque su actividad profesional y "la máquina", como siempre la denomina, han ido de la mano en todo momento. Incluso ahora, cuando hace memoria y se entremezclan los recuerdos de uno y otro ámbito.

"Mi idea fue hacerme profesional, y estuve estudiando por correspondencia con una casa de Barcelona. Me mandaban las preguntas, hacía las prácticas...", apunta sobre lo que vino después de haber sentido la afición, siendo todavía un veinteañero. Empezó con una cámara de 100 pesetas y después su padre le compró otra de 3.500, una Seiko que aún conserva con orgullo. "Yo buscaba los huecos, el buen encuadre y los detalles; me dediqué a hacer fotografías de Semana Santa, Corpus, San Benito...", explica acerca de la que ha sido la temática central de sus instantáneas: la intrahistoria local.

Las exposiciones vinieron tras su retiro. La primera, con la ayuda de su mujer, en 1996, y el resto, a continuación. "He hecho ocho en total, en lugares como la ermita de San Miguel y la Casa de los Capitanes", indica este "lagunero por los cuatro costados", como el mismo se define, nacido en la calle Juan de Vera y que residió en Barrio Nuevo durante una época. Allí, enamorado de la imagen como ha estado, decidió montarse en su domicilio un laboratorio de revelado, que ha cambiado en su vivienda actual por una estancia - un "sanctasanctórum", dice- en la que guarda con mimo sus fotos y otros trabajos.

"También tengo premios de cine", relata sobre su otra gran pasión, que lo llevó a participar del grupo lagunero Ukala. Igual que con las fotos, en este caso el casco fue el eje principal de sus creaciones, relacionadas por ejemplo con actos de carácter religioso o la instalación de la fuente de la plaza del Cristo. Entre las anécdotas, un galardón que recibió en la Universidad de Alcalá de Henares con una dotación económica de 10.000 pesetas, lo mismo que le costó el pasaje hasta la Península.

Y mientras todo eso ocurriría, era parte del acontecer diario de La Laguna desde el mostrador de su tienda, que había sido abierta por su padre en 1933. "Él estuvo hasta 1963 y yo entré en 1947 y conocí la forma de trabajar, porque todos los comercios necesitan de un aprendizaje", sostiene Enrique. A partir de la década de los 60 fue cuando él tomó el control hasta su jubilación en 1993. En ese período, asegura, su máxima fue siempre buscar la calidad para sus clientes. "Cuando compraba algo nuevo, lo llevaba primero a mi casa y lo probaba. Si me gustaba, lo vendía; si no, ¡se acabó!", afirma con la rotundidad de quien tiene claro que el reto de un establecimiento comercial no es vender sin más, sino que el comprador vuelva con posterioridad: "No consiste en que venga una vez ni dos, sino 30 o 40 y lograr que confíe en uno".