En un saliente de la costa tejinera, cerca del núcleo de Jóver, aparece una cueva de un par de metros de largo. Tiene entrada y salida en el mar y un techo del que no deja de caer agua dulce. Es como una lluvia fina, un "chipi chipi" (o quizá algo más), que a primera vista no se sabe bien de dónde sale. Son las filtraciones sobre una formación rocosa cuyo nombre es su mejor descripción: El Arco. Digno de postal, no es una excepción. Se trata de uno solo de tantos secretos que encierra el litoral lagunero para aquellos que lo miran desde un barco.

La travesía por esos lugares desconocidos comienza en el muelle de la Punta del Hidalgo. Es miércoles, son las 9:30 horas y el pueblo parece prepararse para el verano. Goyo Barreto hace de guía. Trabaja como policía local de La Laguna y es muy conocido en la Comarca Nordeste. Habla de la costa casi al mismo ritmo en que su zódiac semirrígida de 60 caballos se aleja de tierra firme. Con pasión se refiere a rocas, restaurantes, fiestas... La perspectiva va cambiando y la zona de El Arenisco empieza a verse cada más pequeña: casas escalonadas, la carretera en lo alto, el paseo marítimo, y el edificio Altagay, blanco y verde, como gran coloso.

Los primeros encuentros son con unos pescadores profesionales que regresan con capturas de viejas y camarón, y con un anciano y un vecino puntero de mediana edad que practican el arte de la caña fija en sendas embarcaciones a remo. Ya con dirección a Bajamar se pueden ver desde la lancha el gran desnivel entre los coches y el mar, la vieja estación de bombeo, el musgo amontonado... Y después las populares piscinas de agua salada, el faro, construcciones mayores que en La Punta, el dique herido por las olas, el paseo de Marianne, el club náutico...

Lo más ignoto llega de ahí hacia adelante. Tras las primeras paredes de piedra -con algunos pescadores en ellas- surge la Cueva La Negra, ejemplo de espacio agreste. Vendrá después El Arco de Jóver, que puede ser navegado por debajo con el permiso de las olas. Más tarde, otro saliente con algún parecido al anterior: La Rosa, que recibe ese nombre por su ubicación enfrente de unas rocas en las que hay quienes aprecian una semejanza con aquella flor. A unos metros se observa una cavidad que se hunde en la pared de piedra. El cuarto y último núcleo es La Barranquera, ya en Valle de Guerra, en cuyas inmediaciones se halla El Guincho, una construcción geológica que resulta igual de inesperada en el recorrido que las demás.

A la vuelta, el mar empieza a rizarse, especialmente tras superar el desembarcadero de La Punta, el lugar de salida. El faro y, en general, todo el tramo paralelo al camino de La Costa son lo peor, no apto para quienes sufren de mareo fácil. Goyo avisa de que es frecuente que en esta zona se complique el viaje y demuestra destreza con la zódiac. Pero el mal rato tiene recompensa: una visión a la inversa del encantador paisaje que habitualmente se disfruta desde el mirador de los Dos Hermanos -donde termina la carretera que une La Laguna y el Nordeste, la TF-13- y, sobre todo, el "regalo" de la cueva del corsario Amaro Pargo, afectada por los buscadores de tesoros.

Un poco más allá de la solitaria ermita de San Juanito arranca una extensa playa de piedras que, a ras de mar, tampoco tiene desperdicio y que desemboca en el roque de los Dos Hermanos, que a sus pies es como si hubiese crecido. Hasta la perforación resulta aun mayor. Cerca, un bufadero no deja de escupir agua, como si fuese el popular hervidero de Montaña del Fuego, en Lanzarote, pero en versión marina. Es la zona de El Frontón. El destino último es Ocadila, una cala de arena negra a la que se llega por mar. Con la lancha parada, mecida por las olas, la estampa es paradisíaca.