PUEDE QUE UN signo de los tiempos radique en lo que está sucediendo y va a suceder en los aeropuertos de todo el mundo: escáneres que atentan contra la intimidad de los pasajeros, cacheos, largas colas... y una cierta inseguridad jurídica. Lo escribo pensando, aquí y ahora, no solamente en lo ocurrido con Air Comet y los miles de viajeros que vieron alteradas, para mucho peor, sus vacaciones navideñas; pienso también en esos ciento treinta compatriotas que se han quedado literalmente ''tirados'' en Marrakech sin que la aerolínea con la que viajan vaya a solucionar su regreso ¡hasta dentro de una semana!

¿Cómo es posible que quien haya pagado su pasaje y se atiene a las normas contractuales se vea desprovisto hasta tal punto de sus derechos? ¿Cómo se explica que ni una sola reclamación, por más justa que sea, alcance jamás otro resultado que, en el mejor de los casos, una cortés respuesta diciendo que no nos cabe compensación alguna por los retrasos, los ''overbookings'', la falta de explicaciones convincentes para las disfunciones?

Reconozco que estoy bastante sensibilizado por el tema: viajero frecuente, he tenido que soportar en más de una ocasión la mala educación de quienes te gritan, al pasar por el control, cosas como "¿no le he dicho que se quite el cinturón?". O sucesos como el del pasado domingo, cuando, volviendo de Tenerife, más de ciento cincuenta pasajeros hubimos de aguardar una hora larga en el interior del avión, porque, en teoría, se había ido la luz de la torre de control. No culparé a la presunta huelga encubierta de los controladores de ese nuevo inconveniente -menor en comparación con otros muchos que se producen diariamente-, pero alguien tendría que haber estado allí para escuchar los lloros de los niños encerrados y la angustia de sus madres, para no hablar de quienes tenían previstos vuelos de conexión que inexorablemente perdieron.

A todo esto, no existe una adecuada información de cómo anda nuestro vuelo, ni en las páginas de Internet de la mayoría de los aeropuertos ni en las de buena parte de esas líneas aéreas de ''bajo costo'', ni tampoco en los números telefónicos ''ad hoc'' que, con un coste elevado (para nosotros, claro), nos dicen que las operadoras están colapsadas y que sigamos aguardando, y aguardando...

El mal trasciende, por esta vez, nuestras fronteras: la masificación y el temor a atentados terroristas hace de los aeropuertos lugares generalmente incómodos, mal atendidos. Y de las líneas aéreas, unas empresas obsesionadas por la supervivencia económica, por diversos motivos no garantizada. No estoy tanto en contra de que me escaneen -qué factura tan elevada nos debe la locura de Al Qaeda- cuanto de esos planes para que los pasajeros puedan viajar de pie, o para estrechar aún más los asientos, o en contra de que al viajero tantas veces lo traten como a una pieza de ganado.

¿Es todo esto un peaje que debemos pagar por el progreso, que también supone globalizar -en el fondo, democratizar-- los viajes? Puede que sí. Pero se hace necesario que los gobiernos emprendan políticas de altos vuelos, y perdón por el (mal) juego de palabras, para garantizar no solamente la seguridad, sino el confort y la dignidad -sí, la dignidad_ de los millones de personas que, cada día, se lanzan a la aventura de surcar los cielos. Un propósito así no sería un mal comienzo para este 2010 con tanto nubarrón en el horizonte.