LA DICTADURA franquista demonizó a la II República y a Manual Azaña, que la personificó, magnificando sus errores, que no han languidecido el ingente legado político, cultural e intelectual del régimen republicano. Los que venimos defendiendo dicho legado no hemos vacilado en criticar severamente tales errores, algunos injustificables, que, abultados por la falacia de que España en 1936 estaba en vísperas de sufrir una insurrección comunista, fueron y continúan siendo explotados para intentar encubrir y justificar el ataque armado contra la República, y la guerra civil. Ya el 20 de marzo de 1935, en un artículo publicado en Ahora, Salvador de Madariaga, tras poner de manifiesto los errores de la política de Azaña, le consideraba el gran artífice y arquitecto de la República, con estas palabras: "Todos los españoles llevan las de ganar en que haya surgido entre ellos un gran español y un gobernante de espíritu tan constructivo. Cese la guerra civil que en torno suyo han desencadenado las pasiones partidistas y, sin perjuicio de que continúe la lucha política, liberemos este espíritu preclaro de la amargura de verse atacado por bajo del nivel que le pide su nativa nobleza".

En un manifiesto firmado en diciembre de 1934 por un grupo de intelectuales, se afirmaba: "No se le critica, sino se le denosta, se le calumnia y se le amenaza; no se aspira a vencerle sino a aniquilarle; se le presenta como un enemigo de la patria, como el causante de todas sus desdichas, como un ser monstruoso e indigno de vivir. Todos sabemos que eso no es cierto, que Azaña ha seguido en el poder y en la oposición una política de publicidad, honestidad y limpieza".

En abril de 1935, al igual que en 1933 cuando presidía el Gobierno, Azaña, en una carta a Prieto le había preguntado: "¿adónde podemos ir nosotros, ni ustedes con los comunistas?". En el discurso, demoledor y fascinante -que ahora hemos podido oír, recuperada su voz grabada, que le consagra como uno de los más insignes oradores parlamentarios que ha tenido España-, pronunciado en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, desmonta la patraña del peligro comunista con estos interrogantes: "¿Una insurrección comunista el año 36, cuando el Partido Comunista era el más moderno y el menos numeroso de todos los partidos proletarios; cuando el 23 de febrero los comunistas habían obtenido, incluso dentro de la coalición, 17 actas que representan menos del cuatro por ciento de todos los sufragios emitidos en aquella ocasión en España? ¿Quién iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba a sostener? ¿Con qué fuerza? Suponiendo, que ya es suponer, que alguien hubiera pensado semejante cosa, la lógica hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro semejante y contra el Estado republicano, contra el Estado español, que no era comunista, ni estaba en vías de serlo, de alto abajo ni de los costados, todas las fuerzas políticas y sociales amedrentadas por esa supuesta amenaza se hubieran agrupado en torno al Estado para defenderlo, porque al fin y al cabo era un Estado burgués; pero lejos de eso, lo cual prueba la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo, lo asaltaron".

Aquellos que aún justifican la guerra civil, debieran recordar lo que dijo De Gaulle ante las ruinas del Alcázar de Toledo: "Lo malo de una guerra civil es que la paz no empieza cuando termina la guerra", y lo que dijo Azaña en el mencionado discurso: "Ningún credo político, ni revelado en zarza ardiente, tiene derecho a someter a España al horrendo martirio que está sufriendo. Los españoles han sufrido en la guerra lesiones de orden material y moral mucho mayores que las que hayan podido sobrevenir aunque la República hubiera sido revolucionaria, y no parlamentaria y moderada como realmente era. No se triunfa personalmente sobre un compatriota aunque sea un delincuente".

Manuel Azaña fue el único español que, en medio de una guerra cruel y vengativa, se atrevió a afirmar en el citado discurso de 18 de julio de 1938 que ninguna política puede basarse en el designio de exterminar al adversario, porque "todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo", concluyendo con estas hermosas palabras de paz y reconciliación: "...Sí otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad y Perdón".

Tras la caída de Gerona, el 5 de febrero de 1939, Azaña se refugia en el sur de Francia, donde es vigilado y hostigado por agentes del régimen franquista, que pretenden capturarlo y deportarlo a España para fusilarlo. El embajador de Méjico ante el régimen de Vichy, Luis Rodríguez, consigue librar a Azaña de sus perseguidores, y trasladarlo enfermo, en ambulancia, a Montauban, donde fallece el 4 de noviembre de 1940. El mariscal Pétain prohibió que se le enterrara con honores de jefe de Estado y sólo accedió a que fuera cubierto su féretro con la bandera española rojigualda tradicional y no con la enseña republicana de la franja morada. El citado embajador decidió entonces que fuera enterrado cubierto con la bandera mejicana, diciéndole al prefecto francés: "Lo cubrirá con orgullo la bandera de Méjico. Para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección".

A pesar de todo lo que se ha hecho y se hace para destruir la figura política de Azaña, la historiografía especializada (J. Marichal y S. Juliá) le ha hecho justicia histórica destacándole como uno de los grandes intelectuales y estadistas de la España contemporánea.