"Me da pena ver a mis compatriotas, con toda esa sangre, saltando la valla y llegas aquí con la situación en que está Europa y crees que está todo solucionado, pero no, es el principio" de un viaje que es "un suicidio", explica un joven africano que nos ayuda a conocer cómo es la vida de un inmigrante al llegar a la península.

Tener suerte es haber estado dos años de travesía por el desierto y escondido en los montes, tres meses más en Melilla o Ceuta y finalmente ser trasladado a la península, porque eso significa que no has sido expulsado -de momento- y se abre una oportunidad para una familia.

Es el anhelo y la historia de muchos de los jóvenes que vemos saltar estos días la valla de Ceuta y Melilla.

Seny Balde, de 23 años, lleva tres años en España y llegó en patera a Canarias procedente de Guinea Conakry. Tuvo suerte porque no murió en la travesía, como lo han hecho muchos de sus amigos.

Nos relata que siente tristeza cuando ve en la televisión las imágenes de sus compatriotas saltando la valla o rescatados de una patera.

"Ni a mi peor enemigo le digo que coja un barco para venir aquí, les diría que eso es un suicidio", como saltar las vallas, asegura Seny, quien señala que los jóvenes africanos no saben el peligro que corren cuando emprenden el camino hacia Europa. "Te engañan las mafias, ellos sólo quieren cobrar".

La gente viene rota, "se siente peor que basura y cuando les preguntas cómo te llamas te dicen que no tienen nombre", asegura la coordinadora de un programa de Pueblos Unidos para inmigrantes subsaharianos, Brígida Moreta.

Esta voluntaria, carmelita misionera, habla con ellos en el CIE -Centro de Internamiento de Extranjeros- de Aluche, en Madrid, uno de los ocho centros que existen en España, a los que se envía a los inmigrantes para tramitar su expulsión.

"Cuando llegan a España piensan que ya está, pero están en un CIE y caen en la cuenta de que aquí empieza su calvario, su vía crucis", señala la responsable de este programa que ofrece formación, información y acogimiento a muchos de estos inmigrantes.

Son jóvenes de entre 18 y 25 años, con cierta formación y "con muchas ganas de trabajar", explica, por lo que reclaman a su ONG que les enseñen el idioma y las costumbres.

"Tienen un interés grandísimo por integrarse", añade esta religiosa, pero antes deben ayudarles a recuperarse de las secuelas de su "traumático viaje".

"Vienen destrozadas, con unas heridas y unos traumas y una angustia, tardan mucho en recuperarse, y al principio en el CIE no te lo cuentan porque piensan que eres una espía", asegura.

Confiesa que muchos de esos jóvenes se preguntan "por qué no les dicen la verdad en África", antes de iniciar una travesía "que no imaginan que va a ser tan larga, aunque ya no tienen posibilidad de volver atrás porque sus familias se ha arruinado para ayudarles".

Su programa Baobad -el árbol de la vida en África- aloja en pisos durante dos años a inmigrantes africanos, mientras reciben formación -electricidad, jardinería o cuidado de mayores- y se preparan para su oferta de trabajo, que les abre la puerta a su regularización después de tres años de estancia en España.

"La mayoría salen con su contrato o en búsqueda activa de trabajo y se quedan enganchados; vuelven para contarte que se van a casar o de vacaciones".

Pero esas son las historias de los más afortunados porque muchos miles de inmigrantes cuando "quedan en libertad" al no haber podido ser expulsados tras su estancia de hasta dos meses en el CIE, viajan a varias ciudades donde tienen conocidos y permanecen varios años en España sin posibilidad de regularizar su situación.

Se inicia un periodo de "huida permanente de la Policía" y de sus controles de identificación, explica Brígida.

Recuerda que estos jóvenes a los que asiste su organización -que proceden de Camerún, Malí, Senegal, Níger o Sudán- comentan que sus antepasados "corrían y se escapaban para que no les vendieran como esclavos y ahora están corriendo y escondiéndose para que no les devuelvan a sus países".