En spaña existe una maraña legislativa imposible de cumplir sin colapsar al país. Durante décadas, sobre todo después de la transición y la instauración de las autonomías, la máquina de emitir leyes, reglamentos -hagan ustedes las leyes y déjenme a mí los reglamentos, aseguran que dijo Romanones, aunque la autoría de la frase también se le atribuye a otros políticos-, normas, disposiciones y hasta ordenanzas municipales no se ha detenido ni un minuto. La consecuencia de esa excesiva e insensata actividad es que a día de hoy no se puede cruzar de acera en cualquier calle sin correr el riesgo de incumplir una norma, ya sea nacional, autonómica, insular o municipal.

sto no solo lo dicen sesudos legisladores o empresarios que tratan de mantenerse a flote como pueden; me lo dijo también hace años mi peluquero. "n este país todo está pensado para que la gente engañe a Hacienda. Si uno intenta cumplir lo que dice la ley, lo estallan como a una pita", comentó tras acudir a una cita con un inspector fiscal.

Como sobrevivir no solo es un derecho sino también una actitud impuesta por los genes, cada español, ya sea empresario o currante, político o profesional liberal, parado u ocupado, trata de zafarse como puede de ese trasmallo legislativo capaz de ahogar a un tiburón blanco. Una locura incrementada por la división territorial en 17 autonomías. Resulta paradójico, por no decir grotesco, que mientras uropa elimina impedimentos burocráticos que obstaculizan la actividad comercial -y económica en general- entre los países miembros de la U, en spaña se levantan fronteras regionales porque sin ellas, sin diecisiete legislaciones autonómicas salidas de diecisiete parlamentos periféricos y aplicadas por otros tantos gobiernos vernáculos, con sus correspondientes flotas de coches oficiales, equipos de asesores y hasta embajadas en el extranjero, sin todo eso, insisto, el presidente del Gobierno de Canarias no podría ser presidente del Gobierno de Canarias; sencillamente, no existiría el Gobierno de Canarias. Ni el de la Rioja, claro. Ni tampoco la Junta de Andalucía, con lo cual tampoco habrían desaparecido casi 1.000 millones de euros de dinero público a cuenta de unos expedientes de regulación de empleo fraudulentos. Mil millones salidos de las arcas del erario, señores socialistas y progres, no 22 millones de financiaciones privadas, que tampoco defiendo.

A lo que voy: como no pueden vivir cumpliendo todas las leyes salvo que pretendan morir en el intento, los españoles se han acostumbrado a no cumplirlas; se han adaptado a no observar tanto las superfluas y las absurdas -estas últimas, además de no aportar un beneficio, perjudican el bien común- como a las que son de imprescindible cumplimiento no ya para garantizar una convivencia ordenada, sino para que no se venga abajo todo el entramado social. De ahí la reflexión hecha por un amigo alemán -que también he comentado varias veces porque es auténticamente lapidaria- referente a que en spaña las leyes no son normas de obligado cumplimiento sino recomendaciones a las que uno les hace el caso que estime oportuno.

Desconozco a la hora de escribir estas líneas las explicaciones que habrá podido dar ayer Mariano Rajoy sobre el escándalo de los presuntos cobros ilegales en su partido, si bien lo que haya dicho o callado el presidente del Gobierno poco afecta a la reflexión que debemos hacer al respecto. Para empezar, el dinero de los sobresueldos y regalos no ha salido de la caja pública. Insisto en aclararlo porque muchos señores socialistas -y de más allá del socialismo- se están rasgando las vestiduras a cuenta de la paja en el ojo ajeno. Dicho esto, lo que supuestamente han podido hacer miembros de la cúpula del PP es lo que hace cualquier españolito siempre que se le presenta la ocasión: engañar a Hacienda. Algo que se puede hacer sin ostentar un cargo en un ministerio o en la dirección de un partido; se puede hacer, y de hecho se hace, cada vez que un señor le pide una factura sin IVA -o sin IGIC, en el caso de Canarias- al mecánico que le acaba de reparar el coche o al fontanero que le ha cambiado un grifo en la cocina. ¿Que unos defraudan mucho y otros poco? Sí. Más o menos como el señor que se encuentra a una señorita en un bar y le propone un revolcón íntimo a cambio de 10.000 euros. "¿Tú tienes 10.000 euros?", le responde la fémina incrédula. ntonces el ligón decadente saca un fajo de billetes. Y claro, como el dinero sigue siendo el dinero, la dama en cuestión no tiene reparos en ponerse a charlar amistosamente con el botarate. Hasta que llega el momento de abandonar el bar y buscar el hotelito para tales asuntos. "¿Me puedes dar el dinero ahora?", le sugiere la señorita. ntonces el decadente saca cien euros y se los entrega. "¿Cien euros? ¿Piensas que soy una fulana para irme contigo por cien euros?". "Lo que eres quedó claro antes; ahora estamos ajustando el precio".

Con la venia del feminismo rampante por el ejemplo -hay otras muchas formas de prostitución al margen de la meramente sexual, y en esas otras muchas formas incurren más los hombres que las mujeres-, este es el quid de la cuestión. Uno incurre en la categoría de sinvergüenza -o de defraudador, o de ladrón- en cuanto cruza la línea que separa la honestidad de la indecencia. l precio final -la profundidad en la que cada cual se sumerge en la inmoralidad o la ilegalidad- es un factor cuantitativo, no cualitativo.

No pretendo atenuar ninguna conducta y mucho menos la de quienes dirigen un partido -el PP- presentado ante la ciudadanía como un ejemplo de rectitud. Al contrario: si se demuestran esos cobros en dinero negro, el asunto sería gravísimo porque nadie de esa formación política podría pedirle a ningún ciudadano, a partir de ahora, que no mienta, engañe o estafe no únicamente al fisco, sino a cualquier persona, empresa o institución con la que negocie el asunto que sea. ¿Podríamos vivir en un país así?

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