Alguien organizó en la Universidad de La Laguna allá por un 20 de noviembre, cuando este país todavía estaba en plena transición, un acto para conmemorar el final de la dictadura franquista. Un par de conferencias y también, según los carteles para invitar a profesores y estudiantes, un "brindis por la muerte de Franco".

Desde el primer minuto aquello me pareció un error. No por apego -ninguno- al cabecilla de una etapa en la que España salió de la miseria pero a costa de soportar un totalitarismo humillante y vergonzoso, sino porque desearle la muerte a una persona, aunque sea el peor enemigo de cada cual, es inhumano y de mal gusto. Un desacierto en el que ninguna culpa tuvo la citada Universidad porque las instituciones, al estar por encima de quienes forman parte de ellas, no son responsables de lo que hacen sus miembros; ni siquiera de lo que hacen sus miembros destacados.

Venezolanos residentes en Nueva York y Miami han acogido con júbilo la muerte de Chávez. Ciertamente no deben tener demasiados motivos para estar tristes quienes se vieron obligados a exiliarse no tanto porque no aguantasen a Chávez, sino a los chavistas. Chavistas como el uniformado que un día se presentó en el chalet de los padres de una apreciada amiga con la intención de comprárselo. Hasta ese momento no habían pensado en venderlo, pero tampoco se había interesado por la propiedad un militar afecto al régimen. Pactaron un precio y aquel hombre, que mi amiga me definió como una persona de apariencia tosca pero muy amable, abrió una bolsa de deportes que traía en el maletero del coche y sacó una considerable cantidad de dinero. Era el anticipo. Ni recibos de entrega a cuenta, ni nada. El pacto incluía una aportación semanal hasta abonar el pago íntegro. "Faltaría más; ustedes pueden quedarse hasta que yo les dé todo lo acordado".

Durante las semanas siguientes aquel hombre se presentó siempre el día convenido con su bolsa de deportes y el importe en efectivo de lo que le tocaba desembolsar. Con el último pago los propietarios le entregaron las llaves y se despidieron de él y amigos para siempre aunque, según mi amiga, desde entonces no lo han vuelto a ver.

En la Venezuela de Chávez se han producido miles de casos como estos durante los últimos años. Llegó un momento en que el régimen tuvo que llamar al orden a sus adeptos para que no hicieran tanta ostentación. No encajaban muy bien en la propaganda oficial los continuos ataques contra Estados Unidos si luego los más conspicuos seguidores del presidente se exhibían en todoterrenos made in US, parecidos a los que algún que otro hortera usaba por estos alrededores. Nada extraño; en la antigua URSS, también la nomenklatura comunista sustituyó a la corte del zar. Eso sí, sin tanto boato como los seguidores del infortunado Chávez.

Un presidente, por lo demás, que ha perjudicado a muchísimos canarios con expropiaciones. Quejarse de estos abusos le supuso a Paulino Rivero la declaración de persona no grata. Sin alegrías, sino más bien con tristeza porque la muerte de alguien siempre debe apenarnos, que Dios lo tenga en su gloria y a otra cosa por el bien de Venezuela, y no solo de Venezuela.

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