Caliente todavía el exquisito cadáver de Hugo Chávez, ahora la gente se ha puesto a averiguar dónde y cuándo murió. Porque el secretismo que rodeó su enfermedad, aconsejado por una empresa de imagen española, ha provocado que el ciudadano no crea nada de nada de lo que dice el Gobierno. Un diario publicó que murió en La Habana, aumentando esa intencionada confusión, tan Caribe. Aunque la perla fue de Maduro, que en una demostración casi perfecta de su perversidad cultural dijo que al comandante lo habían envenenado desde los Estados Unidos. Y que el cáncer se lo habían provocado las autoridades norteamericanas, probablemente la CIA. ¿Con un supositorio atómico, quizá? Maduro queda bien de chófer de guagua, pero esa guayabera de serenata guayanesa desentona con su cargo actual de presidente encargado. La muerte de Chávez sí está rodeada de realismo mágico y de ubicación incierta. Fue tan turbulenta su vida que su muerte no podría ser menos. Y ahí están todos, en ese metisaca de horas en blanco y de declaraciones confusas. Sólo el tiempo dirá dónde murió el comandante, nueve o diez horas antes de haberlo anunciado. O quizá nueve o diez días.

2.- Las imágenes de la televisión muestran una Venezuela perpleja porque los más crédulos pensaban que su príncipe era inmortal. Ahora ven que no y andan arrechos entre ellos, clamando una imposible presencia eterna. Hasta Diosdado Cabello se ha hecho poeta y grita que hay que recoger las lágrimas del pueblo para que los chavistas puedan lavarse la cara con ellas. Qué bonito. Me parece vergonzosa la parcialidad con la que Cabello dirige los debates de la Asamblea Nacional. Desde su puesto de debida e imposible neutralidad no es sino un defensor virulento de su causa. Es decir, un asco; no por la causa en sí, sino por la actitud.

3.- Tampoco me extraña que a Chávez lo entierren junto a Bolívar, en el panteón nacional. La locura mesiánica puede llegar a esos extremos porque es preciso enfervorizar al pueblo con los recuerdos y con los honores para que los suyos vuelvan a ganar. Puro realismo mágico, más antiguo que el revólver lleno de herrumbre del coronel Aureliano Buendía. Chávez, de cadete, montaba expediciones por la ruta de Bolívar, pero que yo sepa no llegó, en su desfile de mochila y canción, al río Magdalena. Se quedó en Barinas, pisando charcos. Y su sueño de segundo libertador se cuestiona; lo cuestiona la historia. Un turpial del jardín de La Casona sobrevuela el féretro del caudillo. Igual Caracas se llena de pájaros mortuorios, como en el cuento de García Márquez. La primera entrevista que leí de Chávez se la hizo Gabo, en un avión. Yo llegué más tarde para hablar con el comandante. Me invitó a quedarme en su casa. Y le dije: "Sí... para que me maten".

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