Esta semana el líder de la oposición, Pablo Casado, le dijo al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que era culpable de las muertes del Covid, de las que ha habido y de las que vendrían. Él calculaba que ya había cerca de cien mil, eso dijo, aunque las estadísticas oficiales ofrecen una cifra menor, y que en el futuro, a pesar de la progresiva reducción de fallecidos gracias a la masiva vacunación, serían otras doscientas mil. Casado dijo esto en sede parlamentaria, con lo cual cabe decir que sobre esas estas estadísticas hay ya, como se decía antiguamente, luz y taquígrafos, cuyo testimonio será algún día reseñado para decir si tuvo razón o no la predicción de quien aspira a ser un día, se supone, responsable de lo que pase con sucesos parecidos, pues no será este el último padecimiento de España, desgraciadamente.

La estadística y la consiguiente predicción del joven líder del Partido Popular no sorprenden por inéditas, pues él ha ido atribuyendo al Gobierno de la Nación los sucesivos empeoramientos de la salud de los españoles que, como millones de ciudadanos del mundo, han sido afectados por el más cruel de los desastres sanitarios en un siglo. Naturalmente, Casado habla desde la inmunidad que asiste a los políticos en el Parlamento, pero también desde la inmunidad que hoy asiste a quienes, desde los distintos foros, y desde las destellantes redes sociales, acusan a cualquiera de cualquier cosa, e incurren en acusaciones que no tienen ni vergüenza ni fundamento, pasan desapercibidos para la ley y para la acolchada percepción de la ciudadanía, incluidos los medios.

Acusar de la muerte a quienes mandan en un país es, por decirlo con el lenguaje coloquial, muy fuerte; es algo que debe ser asistido por hechos que sean constatables, cuya naturaleza sea comprobada de principio a fin. Pero así se hace, y se lleva haciendo; pasó con el exministro Salvador Illa, que ahora funge de líder de la oposición a un gobierno, el catalán, que no gobierna, cuando él es el que fue elegido mayoritariamente para gobernar. Illa ha sido insultado allí, y aquí, es decir, en el parlamento de la nación, y en algunos medios. Ha sido calificado una y otra vez de criminal, mientras libraba una guerra extenuante para convencer a la ciudadanía de que había que tomarse en serio la batalla contra el virus. De ese infierno de insultos que vivió, estólidamente, lo sacó finalmente el presidente Sánchez. Hizo una campaña tranquila contra todos los independentistas que no lo querían ni en su tierra ni en pintura y ganó las elecciones. Ahora es como un apestado que no puede decir en el Parlament cuáles serían sus señas de identidad como gobernante del país que lo votó mayoritariamente. Guiados por la batuta ilegítima del president que huyó, Carles Puigdemont, los independentistas se reparten insultos y resquemores mientras pasan los días y esperan que se acerque el nuevo triunfo del hombre de Waterloo: la repetición de elecciones, de la que estos contendientes que se quieren porque se necesitan y se odian no querrían necesitarse aunque están juntos frente al odioso ejército de Illa.

Así están las cosas mientras ocurren noticias que precipitan un nuevo estado de ánimo de la nación, en el frente económico y, lo que son las cosas, en el frente sanitario, donde ayer se produjo un estimulante record: hubo menos de medio centenar de muertos por el covid y esto pasa porque la vacunación es un éxito. Vaya por Dios, podrían decir quienes están contando muertos como quien contara posibilidades de un triunfo precipitado en la otra guerra, la guerra para que caigan Sánchez y los suyos. La verdad es que mientras escribo esto y digo esto y pienso esto siento como si estuviera escribiendo acerca de una ficción: ¿cómo puede ser que en un país marcado por la oscuridad suprema del miedo a la muerte, que sucede a la vez en todo el mundo, en un país se acuse de la generación de más muerte a quienes están encargados, por ley, a luchar con todas las fuerzas sanitarias de dirigir la lucha contra la muerte? Pues eso ocurre y de ello hay testimonio todos los miércoles en el debate que sucede a los consejos de ministros en el Parlamento, y ahí este último miércoles volvió a resucitar el líder de la oposición la grave acusación de que el presidente Sánchez es el responsable de las peores estadísticas.

A la ministra Darias, Carolina Darias, no le ha llegado (y ojalá no le llegue) el martirio que ha sufrido Illa, aunque ella sabe (supongo que sabe) que en la lista de las víctimas propiciatorias de esta guerra política por precipitar el desalojo, ella está en primera línea de fuego. Darias es una mujer de maneras suaves, educadas, pero es firme como una piedra acostumbrada a olas potentes de Las Canteras, y en varias ocasiones ya ha dado muestras del rigor con el que cultiva un carácter que no tiene desmayo, como no lo tuvo cuando ella misma, siendo ministra de otro ramo, sufrió el covid como si fuera un rasguño cuando en realidad era una amenaza igual que la que sufrieron a lo largo de estos tiempos sin piedad miles y miles de personas en España y millones y millones de personas en el mundo. Desde el púlpito más peligroso de la riña española, el Parlamento, y desde sus respectivas comisiones, ella ha defendido con conocimiento de causa la guerra sanitaria que ahora, por fin, van ganando los buenos; la vacunación que ella ha incentivado hasta extremos que parecían inalcanzables hace un mes están dando sus frutos de fe y de esperanza, y de realidad, y ahora ya empieza a verse en las calles, en las ciudades, en las playas, y en los montes y en las casas, en todas las edades del tiempo e incluso en los rostros que siempre esperaron lo peor, que lo mejor va llegando. Como se le conoce su modo de ser, y éste es noble y bondadoso, pero fuerte y a veces propio de los riscos de donde viene, seguro que ella no se va a poner una medalla. Tampoco es esperable que la medalla oscura que llevan puesta aquellos que cuentan los muertos como si fueran culpas de los otros, caiga de donde está para llevar una medalla de disculpa por las acusaciones que ahora están inscritas con piedra descuidada en el libro de sesiones del Parlamento español.