Si se toma el enlace con Fuencaliente bajando por la carretera de El Paso, donde ayer unos agentes de verde controlaban el acceso, se llega pronto al Callejón de la Gata. Justo por encima, el fuego decidió amenazar a un grupo de viviendas. Era el único foco que se mantenía activo en el frente sur, después de que las llamas no pudieran alcanzar las casas de Tacande.

En esa zona se concentraban bomberos, operarios municipales, policías, agentes de medio ambiente... La idea era mantenerlo lejos, en las medianías, sin acercarse en demasía a la carretera. Una mujer de unos 60 años no tardó en adelantar, mientras descendía por la vía Paraíso, que "anoche estaba arriba (señaló con el dedo índice el monte), pero esta mañana bajó rápido y mire dónde está". Es una cercanía relativa. A un centenar de metros, quizás algo más. Nada comparable con el miedo que la noche anterior pasaron los vecinos en el Espigón, cuando el calor del "infierno" tocó a sus puertas.

La Guardia Civil permite el paso. "Sin acercarse mucho al fuego". Con buen talante, pero siempre con órdenes. Arriba hay un grupo de bomberos, con Luis, un veterano del Cuerpo, a la cabeza, junto a personal de Medio Ambiente.

Para estar más pegado al fuego "sigue la manguera", se recomienda con ironía. Un par de huertas más abajo, dos vecinos con utensilios caseros refrescan la zona de influencia de sus viviendas, mientras que otro observa con unos prismáticos desde la azotea la evolución de las llamas. La sensación es, aún con todo, de cierta tranquilidad. Es monte bajo, sin grandes pinos que aumenten los temores, no hay viento... para no darle más vueltas, la escena parece controlada.

Era el momento de pasar por Tacande. De ver a una gente que no tuvo despertar. Estos no pegaron ojo. Por el camino, unas inesperadas risas: la consejera insular de Cultura, María Victoria Hernández, habla en una radio de la "importancia" de la casa del Alma de Tacande, de la "desgracia" de que se quemara, que si el espíritu de Ana González ya descansaba o no en paz... En fin, para "preocuparse". Al llegar a la calle Espigón, una joven daba un agua a las afueras de su vivienda. Podía tener una veintena de años. La tarde del día anterior era un poema. Corría como el resto de vecinos en busca de agua, reclamando cubas, buscando una explicación, una sola, a la falta de medios aéreos.

La cosa allí había cambiado. Cambiado para bien. Apenas quedaban pequeños rescoldos. Un par de curvas antes, un camión cuba con personal de Medio Ambiente se para sin disimulos a la orilla de la carretera (cuneta). Tiran de una manguera amarilla y mientras los veteranos esperan más cerca del vehículo, tres jóvenes buscan una zona cercana aún caliente. La refrescan. "Con tranquilidad, que es de lo poco que nos queda. Con cuidado. Tranquilos...", se van diciendo. Estos, como otros tantos bomberos, se juegan la vida. Pegan la cara en las llamas si es para defender una casa o una vida. Te erizas con verlos.

Si se parte de la premisa de que el incendio va de monte a costa, por la parte de abajo, por todo el Sur, hay escasos motivos para preocuparse, aunque en Tajuya, a pie de vía, unos cuantos vecinos no sacan el ojo al humo que sale del monte bajo cercano. Hace calor y una mujer se cobija en la sombra en busca de agua.

Más arriba, bastante más, los medios tenían su campamento base en las afueras del restaurante la Cascada. No son bien tratados. El Cabildo se conforma con mandar de vez en cuando una nota diciendo cómo va la cosa, pero a veces también se necesita "cariño". Un "qué tal va la historia", o "necesitan algo" tras horas sin parar de trasladar a la gente todo lo que ocurre. O, al menos, facilitar una autorización para poder acercarse, en lo posible y aunque fuera en grupo, a la zona donde el fuego más castigaba, por encima de Montaña Enrique, donde el personal de tierra y los helicópteros apretaban juntos los "dientes" para impedir que las llamas subieran a la Cumbre.