ERA de "los de antes". De los de pura cepa. El perfecto ejemplo de un viejo Santa Cruz construido por seres humanos dotados de un talento natural para la autocrítica, la charla conciudadana, la sensación de hacer y estar en una ciudad donde nos conocemos casi todos. Enrique González Bethencourt es Hijo Predilecto de Santa Cruz de Tenerife. Pero no porque así lo acordara el Ayuntamiento de Santa Cruz. Más allá del título honorífico, Enrique González se había ganado a pulso esa distinción por una larga trayectoria vital que le llevó a ser un ciudadano distinguido y un ejemplo de chicharrero.

Enrique descendía de una generación que vivió el pleito insular, el pleito capitalino, dentro de las fronteras del humor. El pleito no era motivo de ira, sino de risa. Meterse con "los canariones" era un modo de vida que, en el fondo, reflejaba la atención que siempre se ha tenido desde una capital hacia la otra, vigilando o envidiando sus progresos, haciendo burlas de sus meteduras de pata, compitiendo por ser más grandes y más importantes. Algo muy alejado de lo que los nuevos tiempos y las nuevas maneras de hacer política nos han dejado en herencia; esa especie de rencor venenoso y ácido que a veces se desliza en lo que antes era sólo frivolidad.

Como director de la Ni Fu Ni Fa, "la murga", con mayúsculas, del Carnaval de Santa Cruz, Enrique González se convirtió en una referencia de las fiestas más importantes y populares de la Capital. La Fufa se aferró a su manera de cantar y al humor de sus letras y se negó a acompañar a las modernas murgas en su viaje a la polifonía y la crítica social y a la denuncia. "Las murgas han cambiado mucho, mi hijo", contestaba críptico cuando le preguntaban por esa nueva tendencia de los jóvenes. Él seguía tarareando "El cubanito" como si el tiempo se hubiera detenido en aquel Carnaval prohibido que los de su generación siguieron haciendo en las calles, desafiando a las autoridades -aquellos gobernadores civiles del régimen- y llenando los recovecos de la capital con las mascaritas.

Enrique González tuvo tiempo para darnos uno de los mejores carteles anunciadores del Carnaval que tanto amaba. Aquel alto, serio y circunspecto aparejador se transformaba por unos días en el director de una murga legendaria nacida de otra, "Los Bigotudos", allá por la década de los cincuenta. Para él, el Carnaval es la fiesta de la calle, no de los escenarios. La fiesta de un pueblo soberano que ocupa los espacios públicos de la capital para divertirse tras las máscaras, convertida cada persona en aquello que realmente quiere ser. Una fiesta que siempre irá a mejor, por mucho ruido que se arme en su contra, porque para Enrique, "al pueblo no lo para nadie".

Como esos chicharreros de toda la vida, Enrique González no era de grandes discursos, sino de sentencias tajantes y frases irónicas que rehuía los halagos tanto a la hora de hacerlos como de recibirlos. Mezclaba la prudencia y la tolerancia con la firmeza en algunas verdades incuestionables; su crítica, a veces humorística, al disparate en que se ha convertido Canarias, a la incoherencia de algunos políticos, a la manera de entender el Carnaval como espectáculo de muchos "modernos".

Con Enrique González no sólo se marcha un ciudadano singular de Santa Cruz y una figura que forma parte indisoluble de la historia del Carnaval de Santa Cruz, sino, en cierta forma, un pedazo de la forma de ser de nuestra capital. Aquel pueblo de pescadores de chicharros se convirtió después en una floreciente ciudad portuaria y de comerciantes. Como toda ciudad abierta al mar, se hizo menos provinciana en la medida en que el mundo que iba y venía a través de ella trajo las influencias de otras culturas y otras vidas. De esa mezcla surgió un chicharrero que era, a su vez, una mezcla de lo local y lo universal, un habitante del Atlántico que queda muy lejos del burgués provinciano de las tierras adentro de los continentes. La isla y el puerto marcaron la manera de ser de muchas generaciones y poblaron las sociedades y cafeterías de aquella floreciente capital de unos ciudadanos peculiares, dotados de un carácter que hizo el propio carácter de la capital, con un acervo de valores en los que destacaban el respeto, la prudencia, la ironía, la crítica y cierta agudeza intelectual.

Era una sociedad donde difícilmente se podía encontrar abono para el insulto ramplón o la descalificación simplista. Tenía defectos, claro. Y ningún tiempo pasado fue mejor por la sencilla razón de que siempre lo idealizamos. Pero en cierta forma era una sociedad de caballeros donde la palabra era un contrato. De ese mundo era la pasta de la que estaba hecho Enrique González Bethencourt. Y ese mundo era el que transmitía en todos los hechos de su vida, en la manera de ser de su murga, en las letras de sus canciones y en las conversaciones que tenía con sus conocidos y amigos.

"Me gustaría que la murga no desapareciera. Que siguiera ahí como una escuela murguera", dijo una vez, refiriéndose a la Fufa , cuando un periodista le preguntó qué pasaría con el grupo cuando él faltara. Ahora, que ya no está, es el momento de decirle que la Fufa siempre estará con nosotros. Que esos ilustres payasos que tantas veces nos hicieron reír jamás dejarán nuestros corazones. Y que siempre que la Ni Fu Ni Fa salga al escenario, todos los que tengamos memoria veremos ahí delante, al lado de Martín, la figura alta y enjuta de un señor, de un caballero, de un chicharrero de espaldas al pueblo al que nunca dio la espalda, de cara a su murga por la que siempre dio la cara. Veremos a Enrique González Bethencourt, porque sólo se ha marchado su cuerpo, pero nos quedaremos con su recuerdo, con su obra y su espíritu. Y tal vez escuchemos rumores de que en el Cielo hay nerviosismo porque un tipo de Santa Cruz está reuniendo un coro de ángeles para colocarles unos zapatos, pintarles una nariz de payaso y ponerles a cantar, afilarmónicamente, un "Cubanito". Porque del humor de Enrique González, denlo por seguro, no se salva ni Dios.