El físico Federico García Moliner visitó recientemente Tenerife para ofrecer una conferencia sobre una de sus grandes preocupaciones -en la que lleva insistiendo, asegura, "toda la vida"-: la necesidad de ampliar el concepto de cultura hasta incluir en ella la ciencia y la urgencia de incrementar los conocimientos científicos de la población para contar con una sociedad más madura y democrática.

¿Por qué se suele considerar que alguien que no sabe quién es el autor de "Guerra y paz" es un inculto, pero no se piensa lo mismo de quien no conoce las leyes de la termodinámica?

Es un problema cultural que tenemos en España y que hemos transmitido a Hispanoamérica. Se piensa que la ciencia es algo ajeno a la cultura. Es absurdo, porque es obvio que la manera de pensar cuando se hace investigación científica es la misma que cuando se escribe un poema o una obra de teatro. Cuando se encuentra a un científico a quien le interesan los temas de cultura humanística parece raro. Si aquellos humanistas que admiramos tanto viviesen hoy, estarían asombradísimos, porque fue precisamente la revolución cultural humanística la que alumbró la primera revolución científica, y desde entonces la ciencia se ha desarrollado en concordancia con la cultura de la época. Pero el problema no es sólo de catálogo. Hay una manera muy fácil de redactar el catálogo de lo que constituye cultura: todo lo que llevamos en la cabeza que no sea biológicamente heredado.

¿Cuándo se origina el problema?

En el siglo XIX, que en España fue un desastre. Se dio una situación irrepetible: la ciencia decía muchas cosas nuevas e interesantes, y cualquier persona culta y con inquietudes lo miraba con atención y lo escuchaba con interés. Pero eso no ocurrió en España.

¿Por qué se produce ese divorcio? ¿Quién es el responsable?

Tuvimos un siglo XIX desastroso culturalmente porque también lo fue histórica y políticamente. No se hizo ciencia como en otros países. Cuando hacia el final de la Ilustración estábamos en condiciones de ponernos al día, empezó el desastre, y cuando la ciencia española se puso otra vez en sintonía, el daño ya estaba hecho.

Si no es un problema de catálogo, de decidir qué se incluye en lo que consideramos cultura, ¿de qué tipo es?

De punto de vista. Se parte de una visión esencialmente estética de la cultura y, por ello, se excluye a la ciencia. La cultura no es sólo un ornato del intelecto o un refinamiento de los gustos. Es un instrumento de comprensión global del mundo y tiene consecuencias prácticas muy contundentes.

Asociado a esto hay otro problema, el declive de vocaciones científicas.

Me preocupa más la calidad que la cantidad. Aceptaría el trato si me dijeran que vamos a tener menos científicos y tecnólogos, pero mejor preparados. Lo que me preocupa es la calidad del sistema educativo, en el que muchas veces, sobre todo en las universidades, no nos damos cuenta de que enseñar no es educar, formar. Lo que, en cambio, sí es una necesidad evidente es remediar la vasta e intensa incultura científica del público en general. Eso no quiere decir que todo el mundo tenga que ser experto en bioquímica o geodinámica, sino que -y esto lo dice un informe del Parlamento británico- es urgente una extensa alfabetización científica de la sociedad para la buena marcha de la democracia.

¿No es necesario que en España las administraciones, los medios y los propios científicos hagan proselitismo sobre la importancia de la ciencia?

Eso plantea dos cuestiones. Una es la divulgación de la ciencia para que el público salga de ese lamentable analfabetismo científico generalizado. Los mismos científicos deberíamos preguntarnos si hacemos bastante esfuerzo, aunque hay que reconocer que divulgar la ciencia es difícil. De todos modos, hay que procurar una transmisión de una idea general, que el público también debe desear recibir. Pero también debemos hacer comprender a la gente qué papel desempeña la tecnociencia en nuestras vidas, cómo deberíamos los ciudadanos hacer un esfuerzo por mantenernos informados, pedir a las autoridades foros de participación para opciones tecnológicas importantes. En otros lugares hay debates públicos con prensa que se ha involucrado -cosa que en España no ha ocurrido- y asociaciones vecinales -que tampoco-, científicos tecnólogos y representantes de la Administración. En ellos, la ciudadanía tendría el papel de plantear cuestiones que los científicos no se sentirían inclinados a plantearse y éstos tendrían que responder a sus preguntas.

¿Qué tipo de preguntas serían esas?

Los científicos que participaron en las primeras experiencias en Suecia y Estados Unidos confesaron que había sido muy provechoso, porque las preguntas de los ciudadanos les habían obligado a pensar sobre las consecuencias e implicaciones de la opción de inclinarse por aquello que se propone o por otra cosa, y a formular alternativas mejores. Para eso es necesaria una mínima cultura científica de la ciudadanía, que no se da.

Por ese desfase que nació en el siglo XIX.

Lo importante del siglo XIX es que la ciencia empezó a decir cosas interesantes en un lenguaje que podía entender todo el que tuviera interés.

Eso cambió en el siglo XX.

Es que hoy la ciencia, inevitablemente, tiene que recurrir a un lenguaje y unos conceptos cada vez más abstractos. No se crea que cuando un físico escucha a otro entiende todo lo que dice. Eso es consecuencia del fabuloso progreso de la ciencia.

Por lo tanto, el problema ya es irresoluble.

Creo que, de todos modos, no tenemos que dejarlo así. Debemos esforzarnos todos.

¿Qué le parece el nivel de la información científica que ofrecen los medios españoles?

En general, pobre, aunque empieza a haber algo. El periodismo científico español empezó a desarrollarse en serio bastante más tarde que la ciencia y es natural que esté en un estado más primitivo. Pero, además de comunicar los avances científicos, los medios deberían insistir mucho más de lo que hacen, que es poquísimo, en airear "eso de la ciencia" como un activo público importante. En ese aspecto, el panorama del periodismo español es desolador.