NO ES LA IGNORANCIA el peor de los males sino querer permanecer en ella. A pesar del gran esfuerzo que se realiza para que la gente se ilustre, resulta notorio lo baldío de ese esfuerzo. El conocimiento humano sobre el medio que nos rodea ha aumentado de manera geométrica si lo comparamos con el de siglos anteriores. Es imposible que las nuevas generaciones logren asimilar el gran caudal de enseñanzas que se les quieren imponer, por lo que no resulta extraño que los planes de estudio se hayan recortado, dejándolos reducidos a lo esencial y eliminando todo aquello que no es práctico y rentable; si alguien quiere ilustrarse sobre cualquier asunto lo tiene fácil: que lo haga por su cuenta y con su dinero, no con el de los contribuyentes. Así la sociedad actual produce un incontable número de "ignorantes" que desconocen los más elementales conceptos que han derivado en nuestro statu quo actual. Es preferible estar al corriente de la bazofia que nos ofrecen los medios audiovisuales y dejar a un lado todo aquello que nos promociona culturalmente, con el agravante de que esta circunstancia no se da sólo en quienes no han pasado, como antes se decía, de la Primaria, sino en la grey universitaria. Da pena preguntarle a alguien sobre un tema de cultura general y que nos responda: "No lo sé, soy de letras"; o, inversamente, "no lo sé, soy de ciencias".

Lamentablemente, una vez más me vuelvo a enrollar sin abordar de entrada el asunto que titula este artículo, pero lo he creído conveniente para manifestar lo que muchas veces he dicho: los árboles no nos dejan ver el bosque. Vivimos sumergidos en un ambiente bastante artificial que han creado en su beneficio las grandes multinacionales, sin caer en la cuenta -o quizá sí- del daño irreversible que nuestras "comodidades" están provocando en el medio ambiente. Por supuesto que doy la bienvenida al progreso, a todo lo que suponga bienestar para la Humanidad, pero no a cualquier precio. ¿A alguien se le ha ocurrido consultar en una enciclopedia, entrar en internet o hablar con un entendido en la materia para saber lo que significan las emisiones de CO2 para nuestro futuro -más bien no el nuestro sino el de nuestros hijos y nietos? Mejor es que no lo haga pues se aventura a sufrir un infarto o, al menos, una lipotimia.

Las cifras que, por ejemplo, ofrece al respecto Wikipedia son realmente preocupantes. Tras leerlas sale uno convencido de que nos estamos suicidando lentamente, aunque no sé decir si consciente o inconscientemente. El protocolo de Kyoto no ha servido de nada. O mejor dicho sí ha servido para alertarnos de cómo estamos dañando al mundo que vivimos, pero los gobiernos, sin excepción, se han ocupado de minimizar el efecto negativo del CO2 que generamos. Lo triste del caso es que la Agencia Internacional de la Energía asevera que las emisiones de CO2 aumentarán en un 130 % de aquí a 2050; si no fuera porque el conjunto de los océanos absorbe un tercio de las emisiones humanas, no resulta difícil vaticinar que en esas fechas el aire sería irrespirable en muchos núcleos urbanos.

Pero si lo dicho es por sí mismo alarmante, pues no somos capaces de detener ese avance de la contaminación -las energías alternativas son aún poco significativas-, las investigaciones que realizan los científicos han dado lugar al descubrimiento de nuevos productos contaminantes de los que nadie con anterioridad tenía noticias. Sin enumerarlos, pues no es éste el propósito de este comentario, ¿sabían ustedes que los gases anestesiantes quirúrgicos contaminan más que el CO2? Está uno tan acostumbrado a oír, leer y decir que la culpa de todo esto la tienen los aviones, los coches, las fábricas, etc., que da uno por sentado que eso es así. Sin embargo, un estudio reciente publicado en el British Journal of Anaesthesia por el profesor Ole John Nielsen informa de que los gases anestesiantes que utilizan los cirujanos y dentistas en sus intervenciones quirúrgicas, principalmente isoflureno, desflureno y sevoflureno, causan un hasta ahora insospechado impacto medioambiental. Para hacernos una idea basta decir que un kilogramo de cualquiera de estos gases equivale a 1.620 Kg. de CO2, o lo que es lo mismo a la emisión de un millón de automóviles. Afortunadamente todavía queda gente consciente, pues en el mismo informe puede leerse que a partir de enero de 2011 queda prohibido el uso del HFC-134ª, un gas que es 1.300 veces más nocivo que el CO2.

¿Qué puede uno hacer ante estas aterradoras cifras? ¿Dejaremos de acudir a los hospitales para curar nuestros males? Porque, además, iremos en coche, acompañados de una cohorte de familiares que también irán en sus vehículos. En esta tesitura, sin embargo, recuerdo ahora las declaraciones de algunos científicos que, a pesar de todo, proclaman que esto de la contaminación es un cuento. ¿A quiénes creemos?