El cáncer es quizá la enfermedad más temida e infame de nuestro tiempo. Una diagnosis de cáncer supone, incluso en los mejores casos, un periodo de tremenda carga emocional para el paciente y sus seres queridos, marcado por la perspectiva de un futuro incierto, incómodos y prolongados tratamientos, y la disrupción absoluta de la vida del paciente, donde vencer a la enfermedad se transforma en la principal meta.

A pesar de esto, somos increíblemente afortunados de vivir en una época en la que se dispone de un conocimiento detallado acerca de la naturaleza del cáncer, sus causas y las formas más eficaces de tratar muchos de sus cientos de tipos y subtipos. Para nosotros, el horror que esta enfermedad debía de transmitir en tiempos pasados, cuando ni siquiera existía la certeza de saber qué era el cáncer, es casi inimaginable. Numerosas descripciones históricas de casos de cáncer ilustran la intensa desesperación que solía acompañar a este mal, y los extremos a los que pacientes, médicos y cirujanos por igual estaban dispuestos a llegar con tal de intentar ponerle fin.

Los primeros escritos sobre cáncer se remontan a las civilizaciones griega y egipcia, aunque tales evidencias son ambiguas y escasas, posiblemente debido a dos factores. Por una parte, es probable que la corta esperanza de vida propia de la época —unos veinticinco o treinta años para las clases menos privilegiadas—, junto con diferencias en la alimentación y otros factores ambientales, impidieran una alta incidencia de cáncer en estas poblaciones. Hoy en día es bien sabido que los principales factores de riesgo en el desarrollo de cáncer son la edad y la exposición a los efectos cancerígenos de agentes externos, tales como la luz ultravioleta o el humo de tabaco. Por otra parte, la diagnosis médica en la antigüedad era más un arte que una ciencia, llegando a ser notablemente imprecisa; muchas descripciones escritas de ‘cáncer’ bien podrían referirse a otros males, desde úlceras o inflamaciones hasta lepra. Esto probablemente se aliaba con el hecho de que sólo aquellos tumores situados en la superficie del cuerpo, o cerca de ésta, podían ser detectados.

Tal como el libro Constructions of Cancer in Early Modern England, de Alanna Skuse, recalca, a fin de comprender las formas de diagnosticar y tratar el cáncer en tiempos pasados, primero es necesario conocer el paradigma médico de aquel entonces, el cual difiere extraordinariamente con el de nuestros días. Hasta principios del siglo XIX, la corriente médica dominante era el llamado galenismo o humoralismo, nacido en la Grecia clásica de la mano de Hipócrates y Galeno de Pérgamo. Esta teoría se basa en la noción de que a través del cuerpo circulan cuatro tipos de humores: la flema, la sangre, la cólera y la melancolía. Estos cuatro fluidos se mezclan para formar la llamada ‘sangre nutritiva’, la cual fluye por los vasos sanguíneos. La salud humana dependía de un delicado equilibrio entre estos cuatro humores, y toda enfermedad era considerada como la consecuencia de un desequilibrio insano, causado por una combinación de predisposiciones innatas y factores ambientales. No sólo afectaban estos humores a la salud física, sino también a la propia personalidad, tal que la predominancia de uno de los cuatro fluidos resultaba en personas de carácter flemático, jovial, colérico o melancólico, respectivamente. En particular, el cáncer estaba firmemente asociado a la acumulación y consiguiente degradación de la melancolía en ciertas partes del cuerpo.

El cáncer se ha distinguido siempre de las otras muchas enfermedades fatales del ser humano. La percepción del cáncer como una enfermedad originada a partir del propio cuerpo, pero al mismo tiempo capaz de consumirlo lentamente, condujo a una personificación de la enfermedad como una criatura consciente y maligna que ‘devoraba’ el cuerpo subrepticiamente desde el interior. Éste es el origen del término ‘malignidad’, que ha sobrevivido a la incluso a la llegada de la medicina moderna. El propio término ‘cáncer’ cuenta con raíces considerablemente antiguas: el nombre proviene del griego karkinos, ‘cangrejo’. La asociación entre enfermedad y animal derivó, aparentemente, del parecido entre la forma de ciertos tumores y la de un cangrejo, así como de la tenaz resistencia que la enfermedad presenta ante cualquier intento de cura, y que recuerda a la firmeza con que el cangrejo se aferra a la roca. La imagen del cáncer como enfermedad cruel y voraz llevó también a una identificación metafórica con otros animales, como el lobo o el gusano; símiles que, con el paso del tiempo, llegaron a degenerar en paralelismos literales, con algunos textos relatando la presencia real de lobos y gusanos en el interior de tumores.

El pecho femenino fue sin duda, y hasta hace unos dos siglos, el sitio de la enfermedad por excelencia, hasta el punto de que el término ‘cáncer’ era entendido, salvo que se indicara lo contrario, como cáncer de mama. De hecho, escritos médicos del amplio periodo que abarca desde la Edad Media hasta el siglo XVIII —en el que la medicina era un campo invariablemente masculino— describen repetidamente el cuerpo de la mujer como algo misterioso, capaz de generar vida, aunque también imperfecto y vulnerable. Existía una creencia generalizada de que las mujeres tenían dificultad a la hora de regular la composición humoral de su cuerpo, lo que desembocaba en fenómenos extraños como la menstruación, mediante la cual el cuerpo se libraba de un exceso perjudicial de humores. Curiosamente, mientras que los cánceres en hombres, incluyendo tumores en la zona genital, nunca se consideraban una consecuencia de la fisiología masculina, sino el efecto de un desequilibrio humoral causado por un estilo de vida inadecuado, era común achacar la aparentemente elevada incidencia de cáncer de mama a diferentes ‘defectos’ en la anatomía femenina, algo inevitablemente asociado a las enigmáticas cualidades que distinguían a mujeres de hombres. Era particularmente prevalente la noción de que la acumulación de leche en los pechos, quizá debido a una reticencia de la mujer a dar el pecho, provocaba la acumulación y degradación de dicho fluido, con efectos nocivos sobre el seno femenino. Por otro lado, los golpes y moratones, que no eran raros en tiempos en los que la violencia doméstica era perfectamente tolerada, si no defendida, también estaban asociados con la aparición de tumores. Tan establecida estaba dicha relación que, en la Inglaterra del siglo XVIII, un hombre fue llevado a juicio acusado de provocar un cáncer a una mujer al propinarle un puñetazo en el pecho en plena calle.

La forma en que la medicina se enfrentaba al cáncer en estos tiempos conllevaba la aplicación de terapias progresivamente más agresivas, conforme el tumor se mostraba invulnerable a aquellas más ‘suaves’. El primer recurso solía basarse en la consideración de la enfermedad como la consecuencia de un desequilibrio humoral: recomendaciones de dieta, ejercicio y complejas pócimas con propiedades antiinflamatorias, sedantes o incluso tóxicas, iban dirigidas a compensar la acumulación de melancolía en el cuerpo del paciente. Algunos remedios, dada la asociación de la enfermedad con diferentes criaturas, intentaban una aproximación de ‘igual contra igual’, incluyendo ingredientes tales como polvo de coraza de cangrejo, gusanos o lengua de lobo. Esto refleja cómo el discurso médico se desvió progresivamente de una identificación metafórica del cáncer con estos animales hacia un creencia en la implicación literal de los mismos en la enfermedad. No obstante, una vez que estos remedios fallaban, el siguiente paso solía consistir en la aplicación de sustancias extremadamente agresivas, tales como el mercurio y el arsénico —las cuales podrían ser consideradas como una forma primitiva de quimioterapia—. Estas sustancias, con su tremenda potencia corrosiva, eran juzgadas en ocasiones como lo único capaz de hacer frente al ímpetu devorador de un cáncer rebelde. Aunque los efectos secundarios de tales tratamientos eran tan severos que muchos médicos se oponían terminantemente a su uso, la mayoría de pacientes optaba por ellos con tal de escapar a la más terrible arma del arsenal médico: la cirugía.

Cuando hasta los remedios químicos más agresivos se mostraban ineficaces, algunos pacientes eran persuadidos de que la única esperanza de cura residía en tratar de extirpar el tumor. Mientras que muchas de las intervenciones médicas de hoy en día suponen un impacto mínimo en la vida del paciente, hace sólo dos siglos el panorama era bien distinto. Antes de la llegada de la anestesia, los antisépticos y los antibióticos, incluso las operaciones menos invasivas no sólo provocaban un dolor terrible, sino que ponían al paciente en riesgo de muerte a causa de hemorragias, infecciones u otras complicaciones. Todo esto hacía de la cirugía el más peligroso y temido de todos los procedimientos médicos. A falta de anestesia, los cirujanos administraban opiáceos y alcohol antes de la operación, con objeto de hacerla más llevadera; no obstante, el paciente debía permanecer despierto, dado que la inconsciencia podía ser síntoma de una excesiva pérdida de sangre u otros problemas.

Las cirugías de cáncer eran particularmente arriesgadas, invasivas, prolongadas y dolorosas, hasta un extremo que probablemente escapa a la imaginación del hombre moderno. Al ser el cáncer de mama la variante más frecuente de la enfermedad, la mayoría de cirugías eran mastectomías radicales —amputaciones completas del pecho—, aunque también existen descripciones de operaciones en zonas tan variadas como los ojos, las piernas o el escroto. Las cirugías más complejas llevaban varios días, en cada uno de los cuales el cuerpo del paciente era abierto con cuchillos o instrumentos similares a fin de extirpar la mayor parte posible del tumor; la herida era luego cauterizada con hierros al rojo vivo o vendajes. El paciente permanecía en la consulta durante la noche, en un intenso dolor y, de ser necesario, el proceso se repetía al día siguiente.

Resulta evidente que la razón por la que los enfermos de cáncer accedían a someterse a tan brutales intervenciones era el convencimiento de que éste era el único modo de evitar la muerte. Por otra parte, la mayoría de estas operaciones terminaban con la vida del paciente, por lo que es improbable que los cirujanos estuvieran deseosos de llevarlas a cabo, dado que tales fracasos podían suponer un golpe duradero a su reputación y sus ingresos. Es de suponer que los cirujanos accedían, por su parte, a realizar cirugías tan arriesgadas debido a una necesidad moral de intentar aliviar el sufrimiento de los enfermos de cáncer avanzado. La paradoja del cirujano, que hiere al paciente con el fin de curarlo, ha sido señalada por los historiadores médicos a lo largo de los siglos.

No obstante, aunque tanto cirujano como paciente acordaran que la cirugía era la mejor alternativa, ésta no resultaba un proceso fácil para ninguno. Tal era el sufrimiento de los pacientes durante las operaciones que se necesitaba la ayuda de varios asistentes para sujetarlos durante el curso de las mismas —además de para preparar el instrumental—. Los gritos de agonía del paciente volvían las operaciones más largas emocionalmente agotadoras y desalentadoras. En consecuencia, los cirujanos se mentalizaban para ignorar tales signos de sufrimiento, suprimiendo la presencia del paciente y centrándose en la extirpación del tumor; dicha actitud les valió fama de despiadados, llegando a ser comparados con carniceros o torturadores. Los textos médicos de épocas pasadas reflejan claramente la anulación del paciente durante la operación como forma de ignorar su tormento: en ninguna descripción de una cirugía se menciona el estado del paciente como persona, sino sólo como el cuerpo donde la batalla contra el tumor se desarrolla. Las ilustraciones de estos textos, análogamente, muestran a mujeres con una expresión invariablemente serena, incluso mientras uno de sus pechos es perforado o amputado. Los registros que se conservan sugieren que, a diferencia de lo que ocurría en tratamientos más ‘leves’, una vez que la operación era acordada el paciente salía de escena, dejando solos al cirujano y al cáncer.

Es evidente que tanto médicos como pacientes debían afrontar la decisión de hasta qué punto valía la pena llegar con tal de intentar curar una enfermedad que, después de todo, bien podía ser incurable. El hecho de que gran parte de los tratamientos de cáncer resultaran tan dolorosos como la propia enfermedad —y que las cirugías a menudo terminaran en defunción— hacía a algunos enfermos decidirse por tratamientos paliativos, dirigidos simplemente a retrasar la muerte y aliviar el sufrimiento en la medida de lo posible. Los principales ingredientes de estos remedios eran plantas con efectos analgésicos y opiáceos, tales como el láudano. No cabe duda de que, en los casos más avanzados, los enfermos recurrían también a este tipo de sustancias para lograr una muerte indolora.

Aunque, hasta el siglo pasado, la humanidad convivía con una variedad de enfermedades devastadoras o altamente contagiosas frente a las que la medicina poco podía hacer, el cáncer siempre se ha destacado entre ellas por su particular naturaleza ‘maligna’. La caracterización del cáncer como una entidad a la vez propia y profundamente extraña al cuerpo, con una disposición cruel y traicionera, ha sobrevivido hasta nuestros días y es apreciable en muchas campañas mediáticas relacionadas con la enfermedad. El uso que a menudo se hace del cáncer como símbolo de corrupción interna y degradación moral tampoco es nuevo; de hecho, pocos aspectos de la relación entre el cáncer y la humanidad lo son. Lo que sí ha cambiado en este último siglo, sin embargo, es el extraordinario poder de la ciencia y la medicina para diagnosticar y tratar este mal, ahondar en sus causas y, con colosales esfuerzos, avanzar lentamente en el camino para ponerle fin. Por muy terrible que el impacto del cáncer pueda ser, no debemos olvidar que el horizonte nunca ha sido tan brillante como hoy.

Referencias:

Skuse, A. Constructions of Cancer in Early Modern England (Palgrave Macmillan, 2015).

David, A.R., Zimmerman, M.R. Cancer: an old disease, a new disease or something in between? Nature Reviews Cancer (2010).