La ciencia lleva años tratando de desentrañar cómo llegan las especies a islas emergidas en mitad de los océanos: el viento, las corrientes y las aves son candidatos más que contrastados, pero no pueden transportar flora y fauna en masa... Quizás los megadeslizamientos y sus tsunamis, sí.

Los colapsos de grandes laderas, tradicionalmente asociados a la geología de los archipiélagos volcánicos -como Hawai, Cabo Verde o Canarias- , son capaces de desplazar en cuestión de segundos cientos o miles de kilómetros cúbicos de terreno, que se derrumban de golpe sobre el mar y levantan tsunamis de proporciones gigantescas.

El último de los documentados en Canarias, el que generó hace unos 80.000 años el valle del Golfo, borró del mapa el 40 % del volumen emergido de la isla de El Hierro y arrojó sobre el Atlántico 318 kilómetros cúbicos de terreno -una cifra que casi duplica al agua que puede almacenar el lago Kariba, en África, el mayor embalse del mundo-.

Estos fenómenos naturales se han hecho célebres por las cicatrices que han dejado en archipiélagos como Canarias. Y casi siempre se ha puesto el foco en su potencial para generar olas mucho más altas que cualquiera de los tsunamis conocidos en época histórica, que atravesarían un océano de costa a costa con consecuencias catastróficas. O al menos hasta ahora, que un trabajo científico los presenta como aliados de la dispersión de la vida.

Ocho investigadores de las universidades de La Laguna, Las Palmas de Gran Canaria, Azores (Portugal), East Anglia (Reino Unido) y Lausana (Suiza) y del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología-CSIC de Tenerife formulan este mes en la revista "Journal of Biogeography" una novedosa hipótesis sobre cómo el colapso de una isla puede enviar especies a otras islas vecinas.

Los autores de este trabajo reconocen que el viento y las aves pueden trasladar a algunos seres vivos a muchos kilómetros de distancia, pero siempre pequeños invertebrados y seguramente sin la cantidad y diversidad sexual necesarias para que colonicen una isla.

Sin embargo, Víctor García-Olivares, Juan Carlos Carracedo, Brent Emerson y el resto de firmantes de este artículo se preguntan qué pasaría si una ladera de decenas de kilómetros cuadrados de extensión se desplomara súbitamente sobre el mar desde muchos metros de altitud, arrastrando consigo toda la vida que había sobre ella.

La respuesta la han encontrado en el megadeslizamiento que precedió a la erupción del monte Santa Elena (EEUU) de 1980 y que arrojó miles de árboles sobre el lago Spirit, donde formaron una balsa de restos orgánicos que tardó varios años en desaparecer.

Estos científicos creen que algo parecido pudo ocurrir hace unos 600.000 años, cuando gran parte de la falda norte del Teide se vino abajo, abriendo el agujero que hoy se conoce como La Orotava.

Las corrientes marinas de esa zona se dirigen hacia La Palma a una velocidad de 10 a 30 centímetros por segundo, por lo que una balsa a la deriva tardaría en cruzar los 120 kilómetros de agua que separan las dos islas entre cuatro y 13 días, tiempo que permite pensar que los animales que flotaran en ella podrían sobrevivir.