¿Cómo de frecuente es la vida en nuestro universo? La respuesta depende, fundamentalmente, del grado de facilidad con que la vida pueda aparecer en primer lugar.

Incluso en el caso de que la probabilidad de la aparición de vida fuera lo más pequeña imaginable —sin llegar a ser nula, como sabemos por experiencia—, ciertamente no estaríamos solos en el cosmos. La extensión del universo en que vivimos simplemente invalida la posibilidad de que el nuestro sea el único planeta en albergar vida. Si tan sólo una de cada billón de estrellas tuviera en órbita un planeta con condiciones tales que la aparición de vida fuera posible —éstas están ligadas a la presencia de agua líquida, uno de los pocos requisitos indispensables para la vida tal como la conocemos—, el número de estrellas en el universo es tan inconcebiblemente grande que podría haber miles de millones de tales mundos habitables.

El comienzo de la vida en la Tierra, la súbita autoorganización de la materia inerte en sistemas autónomos con la capacidad de perpetuarse a sí mismos en el tiempo, es sin duda uno de los más fascinantes enigmas jamás presentados ante la curiosidad humana. Ha sido también uno de los más largamente debatidos, y aún hoy en día existen diferentes posibles explicaciones. La más aceptada es que la vida, mediante lo que aparenta ser un inimaginable golpe de suerte, en algún momento se originó espontáneamente a partir de las diferentes moléculas esenciales, tales como lípidos y aminoácidos, que abundaban en los cálidos mares primordiales de una Tierra todavía joven. Por el contrario, si la vida no comenzó en nuestro planeta, entonces tuvo que haber sido introducida desde el espacio, quizá en forma de células primitivas que, congeladas, realizaron un larguísimo viaje a bordo de un cometa o un asteroide. No obstante, en la opinión de la mayoría de los científicos, es mucho más probable que una forma de vida extremadamente primitiva surgiera de una combinación fortuita de moléculas orgánicas —quizá no tan fortuita, teniendo en cuenta que fueron necesarios cientos de millones de años para que esto ocurriera—, frente a la probabilidad conjunta de que la vida se originase en algún otro rincón del universo y fuera luego transportada a la Tierra por cualesquiera medios.

A lo largo de siglos de estudiar la naturaleza, hemos ido descubriendo un conjunto de reglas intangibles que gobiernan toda forma de vida en nuestro planeta. Tales reglas, en mi opinión, se derivan directamente de las leyes físicas que rigen nuestro universo, y son, por tanto, universales. Si las leyes fundamentales de la física, tales como las que describen las fuerzas gravitatoria y electromagnética, parecen aplicarse homogéneamente a lo largo y ancho del universo conocido, entonces las leyes de la vida, siendo una elaboración de aquéllas, deben ser igualmente válidas en cualquier escenario en el que la vida sea posible, siempre que se disponga de suficiente tiempo para el surgimiento de la misma.
Aunque esto parece requerir lapsos de tiempo considerablemente largos, una vez que la vida nazca, donde quiera que esto suceda, deberá por fuerza adherirse a los mismos principios que la rigen en nuestro propio mundo. Si quisiéramos reunir estos principios bajo un solo nombre, deberíamos acudir al que es sin duda uno de los conceptos más transformativos en la historia de la ciencia; tanto así, que algunos insisten en rechazarlo incluso hoy, al igual que otros en el pasado rechazaron la idea de que la Tierra no se encuentra en el centro del universo. El nombre de tal concepto es, por supuesto, evolución.

Como proceso propulsor de la vida, la evolución nace de la combinación de varias propiedades fundamentales de la misma. La primera de éstas es que la vida necesita replicarse a sí misma con el fin de evitar la muerte, dado que incluso un organismo ideal que fuera inmune al envejecimiento, llegado un punto, perecería irremediablemente por una u otra causa. El proceso por el cual las formas de vida se replican a sí mismas está condenado a ser imperfecto, ya que la imposibilidad de perfección es una propiedad evidente e intrínseca de nuestro propio universo. La perfección es un concepto ideado por el ser humano; en la realidad, no hay ninguna superficie perfectamente lisa, ninguna sustancia perfectamente uniforme, ningún proceso o materia libre del más mínimo grado de imperfección física, en ningún lugar del cosmos. De hecho, cosas tales como ‘perfección’ o ‘imperfección’ son inexistentes; cualquier cosa que se ciña a las leyes de la física es simplemente aceptable. La imposibilidad de perfección implica que, en lugar de ser copias idénticas, los organismos irán acumulando diferencias minúsculas a lo largo de las generaciones, introduciendo así variación, la cual es un ingrediente esencial de la evolución, en sus poblaciones.
En segundo lugar, debido a las presiones impuestas por el entorno en que los organismos viven —las cuales pueden a menudo reducirse a la perpetua lucha por comer y no ser comido—, tales diferencias entre criaturas de la misma clase las harán no sólo diferentes, sino mejores o peores jugadoras del juego de la vida. Qué individuos en concreto son mejores, no obstante, es algo que puede variar en cualquier momento, en respuesta a los caprichos de un entorno natural siempre cambiante. Uno de los principios fundamentales de la vida, el cual no es sino una aplicación de la simple causalidad (que no casualidad), establece que aquellos individuos mejor adaptados al entorno sobrevivirán por más tiempo y se replicarán más, desplazando gradualmente a los individuos peor adaptados de la población, y moldeando así lentamente a su especie. Este fenómeno, que parece obvio hoy en día pero nos llevó miles de años aprehender, se conoce como selección natural. Y, junto con la variación, es la fuerza motriz de la evolución.
La evolución es, por tanto, la consecuencia de dos fenómenos inevitables en la vida: primero, variación entre los seres vivos, a raíz de las imperfecciones en los procesos por los cuales éstos se replican a sí mismos; y segundo, selección natural de aquellos individuos mejor equipados para la supervivencia. Dado que la variación provee el ‘suministro’ de posibles formas entre las que la selección natural puede ‘escoger’, los organismos que sufren una exposición constante a entornos altamente hostiles, como virus o células cancerosas, tienden a variar extremadamente deprisa, favoreciendo sistemas de replicación imperfectos que les permiten adaptarse y evolucionar más rápidamente.

Es por tanto sensato afirmar que, dondequiera que la vida tome forma en el universo, incluso si no podemos predecir muchas de sus cualidades, podemos estar seguros de que obedecerá las leyes universales de replicación, variación y selección; sencillamente porque éstas son el único medio para la supervivencia de la vida, del mismo modo que la gravedad es el único medio para la existencia de estrellas y planetas.

Hay, además, ciertos aspectos de la vida que probablemente sí podrían ser predichos bajo circunstancias específicas. Por ejemplo, aun cuando la forma y conducta de organismos extraterrestres nos son incognoscibles, podemos decir con seguridad que estos tendrán la necesidad de recopilar alguna clase de información relativa a su entorno; en otras palabras, necesitarán un modo de sentir. Si asumimos que la vida tendrá lugar en un fluido, tal como agua o aire, es prácticamente seguro que tales criaturas, conforme aumenta su complejidad, pronto adquirirán una forma de detectar cambios mecánicos o eléctricos en dicho fluido. Si la vida está expuesta a la luz de una estrella —la cual es necesaria para la presencia de agua líquida—, la evolución proveerá sin duda sensores para detectar cambios en esta luz: ojos, tan simples o complejos como queramos imaginarlos. Incluso organismos muy simples, comparables al moho o las cianobacterias de nuestro mundo, necesitarán de algún medio químico para conocer, al menos a un nivel elemental, lo que ocurre en su entorno inmediato. Esto constituye una ventaja tan crucial, que algunos de estos sensores ya han aparecido más de una vez aquí en la Tierra. Por ejemplo, los ojos de un pulpo y nuestros propios ojos no guardan ninguna relación evolutiva —es decir, los ojos de los vertebrados y de los cefalópodos evolucionaron independientemente—, pese a que ambos desempeñan idénticas funciones y son asombrosamente similares. Este fenómeno, denominado evolución convergente, da una idea de la potencia de la selección natural como fuerza moldeadora de la vida.

Es también aleccionador el hecho de que, a pesar de que la evolución a veces da lugar a formas de vida complejas, todavía encontramos una sorprendente variedad de organismos muy simples a nuestro alrededor —tan simples, de hecho, que no podemos siquiera verlos—. El que una inmensa diversidad de microorganismos, incluyendo bacterias y virus, continúen proliferando en la Tierra cuatro mil millones de años después del inicio de la vida es una clara señal de que la complejidad no es un requisito para la supervivencia. Esto es especialmente cierto en el caso de la inteligencia, la cual tendemos a considerar como la cúspide de la evolución. La complejidad, especialmente en el caso de la inteligencia avanzada, es un rasgo muy caro de desarrollar y mantener para una especie y, en consecuencia, la evolución no suele seguir ese camino; de lo contrario, encontraríamos muchas más especies complejas y altamente inteligentes a nuestro alrededor. Es más, con toda la supuesta superioridad del ser humano sobre cualquier otra forma de vida, uno debe considerar la probabilidad de que nuestra especie continúe aquí dentro de tan sólo un millón de años.

En mi opinión, es difícil exagerar cómo de improbable es nuestra supervivencia a largo plazo, especialmente teniendo en cuenta que ya estamos fallando en controlar el desarrollo de nuestras poblaciones, así como el sobreuso insostenible de unos recursos naturales que creemos infinitos. Por otra parte, los organismos más simples de este planeta llevan aquí casi desde los propios comienzos de la vida, y probablemente seguirán aquí hasta el día en que la Tierra se vuelva absolutamente inhabitable.

Aunque una inteligencia desproporcionadamente alta probablemente no sea un rasgo muy deseable para la supervivencia a largo plazo, al menos desencadena un fenómeno único: la alteración temporal de las leyes de la vida. Gracias al desarrollo de nuestras sociedades, tecnología y medicina, aquellas personas que, de acuerdo a los dictados de la naturaleza, son menos aptas para la supervivencia, tienen sin embargo la oportunidad de desafiar a la selección natural. En otras palabras, con nuestra inteligencia, hemos sido capaces de circunvalar las leyes que dictan quién sobrevive y quién perece; y con ello, aunque hemos hecho la vida mucho más justa desde nuestro punto de vista, también hemos detenido el progreso de nuestra evolución. De hecho, no hemos sino comenzado a adentrarnos en nuestra propia senda evolutiva, la cual habrá de ser, en gran medida, independiente del entorno natural que nos rodea; las amenazas a nuestra supervivencia no se hallan ya en el mundo natural, sino en el mundo artificial que nos hemos construido.
Yo sostengo que la vida está muy lejos de ser un accidente excepcional. La vida es una propiedad de nuestro universo. Dadas las condiciones adecuadas, ocurrirá de forma natural, del mismo modo que las estrellas, las nebulosas o los agujeros negros se originan a consecuencia de una serie específica de condiciones y eventos. Nuestro conocimiento de la vida en la Tierra nos enseña que las leyes que la definen, sin importar la forma, tamaño o función ecológica que la vida adopte, no son sino una consecuencia natural del carácter imperfecto del cosmos y de la simple interacción entre las formas de vida y su entorno (incluyendo otras formas de vida). Junto con la escala inconcebible del cosmos, del cual la propia Tierra no es más que un invisible átomo azul, la simplicidad y universalidad de estos principios indican que la vida no es algo inusual en nuestro universo. Al contrario, la vida tiene que ser omnipresente a nuestro alrededor; aunque quizá se halle demasiado lejos, sepultada en la profundidad vacía del espacio, como para que lleguemos a descubrirla.