En cuanto a los calderos, primaban los de hierro esmaltado, pero no tardaron en popularizarse los de aluminio, más económicos y porque a los primeros, de cualquier golpe, por ligero que fuese, se les saltaba el esmalte y quedaban inservibles. El aluminio se descubrió bien entrado el siglo XIX. Su uso se generalizó en el siglo XX. Es buen conductor del calor, contaminante y ligero de peso, pero es atacado con facilidad por determinados agentes químicos. A los calderos de aluminio destinados a arrugar las papas, la corrosión les afectaba de forma especial. Como se dice por aquí: el fondo se les picaba con frecuencia. Cuando esto ocurría, el caldero no se tiraba sino que se llevaba al latonero, quien, como el aluminio no se puede soldar, le colocaba un remache metálico, y a seguir guisando papas. Y cuando los agujeros proliferaban o en el fondo del recipiente se abría una grieta, tampoco se desechaba. Se llevaba de nuevo al latonero, que le sustituía la base. En La Laguna de los años treinta y cuarenta del siglo pasado tenían abierto taller de hojalatería cuatro o cinco latoneros. Pero ninguno como Wenceslao Yanes. Wenceslao era persona culta y excelente actor de teatro. Del periodista y crítico teatral Adolfo Febles Mora, que firmaba en Gaceta de Tenerife con el seudónimo "Bambalina", es este comentario sobre su intervención en las zarzuelas "Gigantes y cabezudos" y "La alegría de la huerta", puestas en escena por el cuadro dramático de la sociedad lagunera "Círculo Mercantil el Porvenir" en el teatro Leal en enero de 1925: "Párrafo aparte merece Wenceslao Yanes, que de nuevo se reveló un notable aficionado". Y subraya que "posee una vis cómica admirable, con la que mantuvo al público en constante hilaridad. ¡Qué gracejo más natural -añade- y qué desenvoltura escénica más perfecta derrochó Yanes en su papel". Por último, afirma "Bambalina" que "si este joven se dedicara al teatro, desde ahora podríamos saludar en él a un notable y delicioso actor cómico". Pero en la España del primer tercio del siglo XX (hablamos de 1925) era poco menos que imposible que un humilde hojalatero pudiera dedicarse al teatro; una profesión, por otra parte, tan azarosa, o más aún, y peor retribuida que la de soldar cacharros. En 1928, el año de su matrimonio, Yanes abrió taller propio en la calle de Herradores, que hizo historia dentro de la artesanía canaria por la calidad de sus trabajos, y continuó haciéndola hasta hace poco tiempo en manos de sus hijos.

Retomemos los calderos agujereados o rotos. El maestro hojalatero, después de eliminarles el fondo y emparejarlos bien, doblaba hacia afuera la parte baja hasta formar una pestaña de menos de medio centímetro. Luego lo colocaba sobre una lámina circular de hojalata previamente ajustada a las medidas del cacharro en cuestión, que rebasaba el doble del saliente, y con un percutor lo plegaba hacia adentro. Con esta intervención, aparentemente elemental, quedaba el caldero otra vez en condiciones de uso, pues era tal la precisión, que del cazo reparado no se escapaba ni una sola gota.

Ya están listos el fuego y los recipientes para cocinar. Aquí, y como estamos en Cuaresma y dispuestos a decir algo de la cocina de vigilia, no estará de más dedicar un minuto a la bula de la santa cruzada. Era un privilegio concedido por los pontífices romanos desde el siglo XIII a los cristianos de los reinos de España, primero para ayudar a las guerras contra los infieles y más tarde para ayuda al culto divino y obras de caridad. Mediante una aportación acorde con su "status social", al adquirir la bula los fieles españoles quedaban liberados de la obligación del ayuno y la abstinencia de carne y caldos de carne que debían guardar los demás todos los viernes del año y durante la Cuaresma. Solo estaban obligados a abstenerse de carne los viernes y a practicar ayuno y abstinencia el miércoles de ceniza y el viernes santo. Si no se adquiría la bula y se comía carne o no se ayunaba durante la Cuaresma, el católico cometía pecado mortal. Un par de domingos antes del comienzo del tiempo cuaresmal era promulgada solemnemente. En las parroquias se convocaba a los fieles con repique de campanas, lo que se repetía en el momento en que el oficiante de la misa dominical descubría y mostraba al pueblo la bula, colocada en un atril o ambón cubierto con un paño de damasco carmesí. En algunos lugares, era paseada solemnemente bajo palio y con fuerzas militares dándole escolta. Se conservan testimonios gráficos de tan insólitas procesiones. En 1966, el pontífice Pablo VI, después del concilio Vaticano II, suavizó las normas cuaresmales para todo el mundo católico de rito latino y, por lo que se refiere a los españoles, abolió el mencionado privilegio.

Durante la guerra civil y años siguientes, numerosas familias vivieron de lo que cabría denominar economía de subsistencia. Quienes poseían una huerta, por pequeña que fuese, o un patio, aún de tamaño minúsculo, o una azotea, aunque la tuvieran compartida, no tardaron en instalar en ellos un palomar, un par de conejeras o un gallinero, y hasta, si era posible, habilitar un rincón para una cabra o un pequeño goro donde criar un cerdo, con lo que se garantizaban algunos alimentos básicos. Los niños del tiempo de la guerra, como los animales necesitaban ser alimentados, lo primero que hacíamos después de salir del colegio o del instituto era coger hierba en las huertas cercanas para darles de comer. Después había que limpiar gallineros, palomares y demás, amasar el afrecho y distribuir el millo y la hierba; o sea, participar en el trabajo diario de la casa.

En ese tiempo que es ya solo recuerdo, las normas cuaresmales se cumplían a rajatabla. Exhortaban a la moderación en comidas y bebidas y hasta en las relaciones sexuales, que había quienes se jactaban de privarse de ellas de principio a final del tiempo de penitencia. Incluso los no practicantes se cuidaban mucho, si no de respetarlas sí de aparentarlo, por la cuenta que les tenía. Pero como en realidad se ayunaba todo el año a la fuerza, dada la situación del país, los antedichos preceptos se reducían en la práctica a no consumir carne.

¿En qué consistía la, llamémosla con bastante indulgencia, cocina de vigilia, en el tiempo de la guerra y años posteriores? Lo más socorrido era, por ejemplo, el potaje de bubango, una de las hortalizas características de Canarias, una cucurbitácea endémica del Archipiélago, parecida pero no igual al socorrido calabacín de importación. Se tiene por originario de Tenerife, y se da bien en áreas soleadas y con agua, crece en soledad, sobre todo a la vera de bancales de piedra, y sin ayudas para su desarrollo; al contrario de ahora, que se cultiva y estimula con abonos químicos, lo que afecta a su calidad. El vocablo bubango es un canarismo propio de Tenerife, luego extendido al resto de las Islas, que tampoco recoge el diccionario de la RAE pero sí lo hacen, con bastante profusión, los nuestros. El potaje de bubango tenía (y sigue teniendo) una triple fórmula, un triple rango: el más sencillo es la hortaliza cortada en dados, cebolla picada, papas peladas y en trozos, un chorretón de aceite y el clásico majado. Una segunda receta, más atractiva, lleva con los ingredientes anteriores un puñado más o menos generoso de arvejas tiernas; y la tercera y de más alta calidad es la que se enriquece, cuando el potaje está ya a punto, con uno o dos huevos, que se cascan y revuelven apenas mientras la clara empieza a cuajar. Un buen bubango en sazón posee un sabor muy grato al paladar, excelente aroma y una pulpa suave, cremosa y ligera.

Plato clásico de la gastronomía de vigilia eran, y siguen siendo, las arvejas compuestas, tanto en salsa roja como en salsa verde; la primera, por el pimentón; la segunda, por el perejil fresco y la abundancia de cebolla finamente picada. Las de la salsa colorada llevan también tomate y papas en dados, que pueden añadirse al guiso crudas o fritas previamente. En cualquiera de ambas formas, se suelen aderezar con rodajas de huevos duros, como medallones bien dispuestos. Las más sabrosas fueron siempre las arvejas de manteca, que se desgranaban vaina por vaina. Las arvejas cuaresmales no llevaban chorizo ni ningún otro ingrediente cárnico, por ser alimento de vigilia, pues la abstinencia se respetaba, como ya hemos indicado, al cien por cien.

Una vianda más humilde pero de no menor calidad era la jarea. He aquí otro vocablo genuinamente canario, jarea, que tampoco registra la RAE. Aunque, en puridad, jarea es todo pescado pequeño abierto por su mitad, limpio de vísceras y desecado al sol, se ha utilizado por antonomasia para designar la vieja seca, amojamada. Para consumirla se hervía en agua del chorro, se limpiaba bien y se servía a la mesa aderezada con aceite y vinagre del país y las omnipresentes papas arrugadas. En ese mismo estadio hay que situar el pescado salado, que englobaba indistintamente el cherne igual que el abadejo, primo hermano del bacalao de mares lejanos, que por entonces ni olerlo, y otros pescados. Era más barato y contribuyó a matar mucha hambre. De Lanzarote y Fuerteventura venían pequeños barcos de cabotaje cargados de pescado salpreso, que luego se expedía en ventas dedicadas casi exclusivamente al comercio de salazones. Y cuando no había para tanto dispendio, se echaba mano de las sardinas saladas o de barril, que medio se pasaban por la lumbre para chamuscarlas superficialmente y, antes de consumirlas, se mantenían un buen rato en agua, para que perdieran algo de las sustancias con que eran acecinadas o curadas.

Si alguna pescadera de la Punta o de Valle Guerra, y también de Candelaria, pasaba por las casas cualquier día de aquellos lejanos años pregonando "Pescado, qué fresquito, qué pescado" y había posibles, se compraba lo indispensable, lo mismo chicharros que cabrillas, o no digamos un mero o un cherne para toda la familia, y se tiraba la casa por la ventana, pues se hacía con él una cazuela, plato delicioso donde los hubiera, más en un tiempo en que casi todo lo que se comía sabía a gloria, máxime cuando al caldero iba lo que daba la parra (en lenguaje metafórico), que era más bien poco pero natural, fresco y excelentemente preparado. Si las costureras hicieron auténticos milagros para confeccionar con trajes virados la vestimenta de los niños de mi generación y demostraron ser insuperables en el manejo de la aguja, el dedal y las tijeras, las cocineras de entonces, nuestras madres, nuestras abuelas y nuestras tías, también fueron inigualables y ejemplares en el arte de los fogones, pues supieron suplir, con imaginación, maña y buen hacer, las carencias de medios y la modestia de las viandas con las que día tras día preparaban, con sabiduría e incluso con ilusión, los diferentes alimentos.

Cabría continuar. Pero lo dicho basta para esbozar con esta zambullida nada nostálgica, nada añorante y sí un tanto catártica, un tiempo que continúa prendido a nuestra vida con el alfiler inoxidable de la memoria terca. Pero antes de acabar deseo añadir un par de notas rápidas para, si no completarlos, sí darles algo de sentido a estos apresurados apuntes. Los niños de mi época no tuvimos tiempo para depresiones. Como apenas había con qué jugar, con qué aprender a cantar o a sonreír, o móviles con los qué ser absorbidos y alienados por completo, poníamos a funcionar, con mayor o menor fortuna, el artilugio misterioso de la imaginación para construir un mundo de fantasías, de ilusiones inalcanzables, el caleidoscopio de las vivencias inaccesibles, imprescindibles para no ser absorbidos por el ambiente enrarecido y cainita que sin embargo éramos incapaces de percibir en aquellos momentos.

Si regresamos a las páginas de la alimentación cotidiana de aquel tiempo felizmente superado, no nos sonroja reconocer nuestra sumisión a la estrechez y el retorcimiento de los renglones que las colmaban: desayunos de agua de pasote o toronjil con gofio cuando la leche se cortaba o no la había; de merienda, una pelota de gofio con unos granos de azúcar de remolacha, para disimular; las sobras recicladas del almuerzo para cubrir el trámite puntual de la cena. O la naturalidad con que grandes y pequeños separábamos, antes de la primera cucharada de la sopa de pasta o de arroz, los gorgojos que habían logrado escapar a la fiscalización severa de los granos antes de ir a parar a los cazos donde bullían el agua o los caldos esperándolos para cocerlos; como los dos individuos que se pusieron en camino y, dado que el trayecto iba a ser largo, llevaron consigo un paquete de higos pasados, por si les entraba ganas de comer. Así fue. Anochecía cuando decidieron detenerse en una pequeña cueva al borde del sendero. Mientras uno sacaba del morral el cartucho con la fruta pasada, el otro encendió el farol que llevaba consigo. Uno tomó un higo, lo abrió, vio que tenía bichos y lo tiró. Cogió otro, hizo la misma operación y comprobó que contenía algunos minúsculos animalitos moviéndose, y lo desechó también. Y cuando iba a hacerse con el tercer higo, el compañero lo atajó y le dijo: "Compadre, apague la vela, mire que nos vamos a quedar sin cenar". Pues eso. O separabas del plato los nada gratos intrusos o no almorzabas o cenabas. Por lo demás, para cubrir el expediente gastronómico, tortitas de coliflor, de calabaza o de plátanos; de vez en cuando, una papa rellena; en ocasiones, un manojito de habichuelas rehogadas, o unos gueldillos miserables (guelde, otro canarismo), y no mucho más.

En "La casa encendida" de Luis Rosales, uno de las hitos de la lírica española de posguerra -su primera edición es de 1949-, se lee este verso lapidario: "Vivir es ver volver". Como suele ocurrir con palabras de tan apretada hondura como las de este verso cardinal, han sido diversas las interpretaciones que de él se han hecho. Hay quien incluso ha querido ver en él una explosión vibrante de alegría. Sin embargo, la memoria me lo devolvió hace un par de días mientras veía al azar un programa de televisión. Dos jubilados se quejaban amarga pero resignadamente de su situación económica. Dos jubilados se lamentaban de las dificultades para hacerle frente al diario vivir, el encarecimiento de la cesta de la compra, del agrandamiento del foso entre cerca de medio siglo de trabajo y la escuálida pensión que perciben. Repetían casi calcándolas las palabras que yo había escrito días atrás: "no tenemos más remedio que practicar una economía de emergencia"; "lo reciclamos y aprovechamos todo"; "en esta casa no se desperdicia nada"; "no ahorramos porque no podemos", etc., etc. Fue entonces cuando, como un escalofrío, se estremeció mi mente ante el que quisiera que imposible pensamiento: "¿Estaremos camino de volver a vivir lo vivido? ¿Vivir lo que nos queda será ver volver?".

(De la conferencia de apertura de las Jornadas Gastronómicas de Vigilia de 2018)