China conmemora esta semana el décimo aniversario de su peor terremoto en cuatro décadas, el que con epicentro en Wenchuan (suroeste del país) dejó 90.000 muertos y desaparecidos, y grandes protagonistas de los homenajes son los huérfanos que, tras una dura infancia, lograron salir adelante.

Tras el seísmo del 12 de mayo de 2008, miles de niños que quedaron repentinamente sin familia tuvieron que ser adoptados por casas de acogida como la de Ankang, en las afueras de Chengdú (capital de la provincia de Sichuan), donde muchos crecieron, intentaron rehacer su vida con un bagaje de malos recuerdos, y ahora son adolescentes y jóvenes con ganas de vivir.

"El terremoto es una sombra en mi corazón", confiesa Zhang Kaicheng, un chico de 20 años que tenía 10 cuando el seísmo le sorprendió a él y sus compañeros mientras dormían la siesta en su colegio de primaria de Deyang, una de las ciudades más golpeadas por el terremoto.

Zhang, quien dejó el hogar de acogida de Ankang a los 18 años, trabaja ahora en lo que puede y abriga la esperanza de abrir su propio hotel en un futuro.

Del desastre de 2008, recuerda que su escuela se inclinó hacia un lado y que algunos de sus compañeros fallecieron o resultaron heridos, aunque no sabe cuántos: "la profesora no nos lo quiso decir", admite.

Él y otros 60 niños encontraron una segunda casa en Ankang, un complejo de dormitorios en el que profesores, psicólogos de la Universidad de Pekín y cuidadores han pasado una década velando por que estos niños cuyas familias rompió el seísmo llevaran un vida lo más normal posible.

"Cuando llegaron no querían ni hablarse, había mucha tristeza en sus ojos, en los primeros meses tuvimos que trabajar mucho para que se abrieran, se comunicaran", recuerda una de las profesoras, Fu Xiaofang.

Fu, que durante la entrevista aprieta con afecto la mano de Zhang, era ya profesora de primaria cuando ocurrió el terremoto, y fue una de las primeras voluntarias que se ofrecieron para atender a algunos de los huérfanos que éste dejó.

"Esto no ha sido una escuela sino una familia para ellos, yo era su mamá y ellos mis hijos", asegura con un fuerte acento sichuanés Fu, ya retirada y que ahora se dedica a cuidar a su nieto en casa.

Los recuerdos del terremoto y de los 10 años posteriores vividos en el hogar Ankang afloran estos días en el centro, que ha organizado un homenaje y ha invitado a los chicos que ya dejaron la casa de acogida a un sentido reencuentro en el que algunos no pueden evitar verter alguna lágrima al ver de nuevo a sus "hermanos".

Los huérfanos de Ankang visten para el homenaje una camiseta en la que se lee la frase "wo changdale" ("ya he crecido"), simbolizando que han superado amargas experiencias, han conseguido una educación y hoy intentan labrarse un futuro como cualquier otro joven chino.

Muchos de ellos, como Zhao Linhao, un joven de 21 años, se han enrolado en el ejército: para éstos uno de los recuerdos más vívidos del seísmo es el de los miembros de las fuerzas armadas sacando a víctimas de los escombros, o quizá a ellos mismos, y algunos decidieron unirse a ese cuerpo a modo de agradecimiento.

También los hay que fueron a la universidad, como Wu Yao, ahora maestra rural, quizá para honrar la memoria de los profesores de su colegio que fallecieron en el seísmo.

En los actos de homenaje de Ankang se oyen los lloros y protestas de un niño: es el hijo de Zhao Huorong, quien emocionada cuenta en el acto de conmemoración que bautizó a su vástago con el nombre de Zhao Lin, el mismo que tenía su hermano, una de las víctimas mortales del seísmo de Wenchuan.

Los huérfanos de Ankang, como los de otras decenas de casas de acogida en la provincia de Sichuan (la más golpeada), sobrevivieron a una catástrofe natural que golpeó especialmente a escuelas y colegios rurales, algunos de ellos construidos con materiales defectuosos y no preparados para un temblor como el de 2008, de 8 grados de magnitud.

El escritor y activista Tan Zuoren, que investigó el caso de los estudiantes fallecidos en el seísmo de Wenchuan, cifró en 5.600 el número de alumnos muertos.

Sin embargo, su intento por dar voz a los padres de estos niños o denunciar la pobre construcción de muchas escuelas acabó costándole cinco años de cárcel por "subversión", un delito con frecuencia usado contra disidentes políticos en China.