En los años 70, Santa Cruz era, fundamentalmente, una ciudad apacible, con pocos ajetreos, más cercana a un próspero pueblo que a una capital de provincias. Sus vecinos recibían el pan de cada día a las puertas de sus casas terreras y era normal, cotidiano, el sonido tempranero de los afiladores de cuchillos o el anuncio a viva voz de las pescaderas.

En 1970 yo tenía tres años y vivía en Jesús Nazareno. Pleno centro. En esta calle, a apenas cinco casas de la mía, sucedió un hecho abominable.

Un crimen cuya naturaleza da sentido al espanto. De esos en los que, cuantos más ahondas, más reniegas de la naturaleza humana. Porque, sin duda, el mal existe.

No recuerdo cuándo exactamente empecé a tener constancia del terrible suceso. Supongo que las conversaciones de mis mayores fueron dibujando en mí un escenario terrorífico, aunque siempre benévolo con lo que en realidad ocurrió. De saberlo con detalle, sin duda las pesadillas se hubieran apoderado de mis noches.

"El crimen del siglo". Con esta contundente sentencia abría el periódico EL DÍA la edición del 19 de diciembre de 1970, haciéndose eco de uno de los acontecimientos más sangrientos acaecidos hasta el momento en Canarias. Noticia que en días sucesivos tristemente centraría la atención de los medios locales, nacionales y extranjeros.

Naturalmente, la historia se inicia años antes de aquel fatídico 16 de diciembre, al igual que prosiguió después de él, escribiendo hasta este mismo presente episodios ocultos e incógnitas prácticamente irresolutas. Demasiadas.

El "crimen de los alemanes"

Jesús Nazareno. Número 37. Primer piso, derecha.Desde la calle, los vecinos escuchan el tenue sonido de un organillo o acordeón que hace sonar Harald, el cabeza del clan Alexander. La tarde es apacible. La actividad, normal. Las mujeres acuden a El Escudo a comprar cremalleras, botones, hilos, encajes. Metros más allá, mi padre, zapatero, retoma el trabajo en su taller tras una sagrada siesta. En la esquina de San Clemente, Manolo "El Puntero" sirve cuartitas de vino a los compadres.

Siguiendo el rastro de la música regresamos al domicilio de los Alexander, una familia alemana que hace diez meses ha llegado a Santa Cruz. En el piso se encuentra en estos momentos Frank, el único hijo varón del matrimonio. Un adolescente de 16 años, algo retraído y con ciertas dificultades de comunicación. En sus respectivas habitaciones descansan Marina, la hija mayor (17 años), y Petra (15), una de las mellizas. Dagmar, la madre, probablemente se afana en concluir sus tareas domésticas, mientras su marido entona salmos. Sabine, la otra gemela, es la única ausente -la única superviviente de una selecta matanza-. Los retratos de santos monopolizan las paredes de la casa en una clara muestra de un severo dogmatismo cristiano que luego revelaría una cara del todo oscura.

Ya se sabe, casi nada es lo que aparenta ser.

Para corroborar esta máxima baste con acceder a la casa horas después de esta idílica escena: el blanco homogéneo y apacible de las paredes y techos ha transmutado en un rojo irascible que salpica suelos, muebles, colchas, cortinas, cuadros, pomos... El orden impoluto de los objetos ha dado paso al caos propio de un campo de batalla.

Cuando el inspector Juan Hernández y el sargento Manuel Perera irrumpen en el domicilio de los Alexander, casi dos días después del macabro suceso, la escena que se encuentran es absolutamente dantesca: las jóvenes Marina y Petra yacen en el salón de la casa. Dado el tiempo transcurrido y la naturaleza de los crímenes, los cuerpo se hallan ya en fase de descomposición. Marina ha sido destripada y a Petra le han seccionado los pechos y los genitales, que han sido clavados en la pared como un macabro trofeo. En el dormitorio encuentran a la madre, Dagmar, la primera víctima, según relatan padre e hijo en su primera declaración. Tras propinarle una auténtica paliza con una percha de madera que termina por romperse y dejarla inconsciente y media muerta, su marido y su hijo le arrancan el corazón, que cuelga de una de las paredes de la estancia, oscilando de una cuerda. Los pechos y los genitales también han sido seccionados y la mujer, de 41 años, según trasciende de la autopsia, ha sido violada, se presupone que postmórtem.

Los detalles más escabrosos del sádico ritual -que hay muchos- los omito. Baste saber que a un cirujano le hubiera costado llevar a cabo lo que Harald y Frank Alexander hicieron. Todo ello pasando por alto el "detalle" de que la derramada era sangre de la misma sangre.

Pero cuál fue la causa subyacente de estos abominables actos. Pues algo tan primitivo, tan antiguo y ancestral como la creencia en el mal o en el maligno y en su capacidad para poseer los cuerpos y las almas de los seres. Sin ir más lejos, la historia del siglo XX en España está salpicada de crímenes rituales o exorcismos, cuyas víctimas, mayoritariamente, han sido mujeres y niños. Y el de los Alexander no fue una excepción.

Retrocedamos nuevamente al pasado. En abril de 1970 la familia llega a Tenerife procedente de Hamburgo. Elige Santa Cruz para iniciar una nueva vida, aunque desconocen el idioma. Pese a que carecen de fuentes de ingreso o de un trabajo en perspectiva. Indudablemente subyace una causa para esta elección, para esta huida, muy simple. La policía alemana empieza a investigar a los Alexander tras ser alertada de las relaciones incestuosas que mantienen sus miembros y por su pertenencia a una secta, Los hijos de Dios o Sociedad Lorber, que gana adeptos en Alemania y que empieza a considerarse peligrosa por las creencias y ritos que practican. Se trata de una corriente agnóstica-cristiana, con ciertos toques esotéricos, cuyo pilar es la afirmación simplista de que el mal habita fuera de la secta.

Cómo Harald Alexander se convierte en el líder de este grupo sectario es otra interesante historia. Pero lo cierto es que el nacimiento de su único hijo es interpretado como la llegada del nuevo mesías. En tal creencia se desarrolla la infancia y adolescencia de Frank, un niño superprotegido, absolutamente aislado, consentido en cada uno de sus deseos, tremendamente influenciado por las creencias religiosas de sus progenitores, y con el poder "divino" de hacer con los miembros femeninos de su familia lo que quisiera. A los 16 años, Frank se ha convertido en un ser retraído, acomplejado y profundamente trastornado. Un detalle curioso es que su tartamudez, raíz de sus problemas de comunicación y su retraimiento, se origina tras la "terapia" a la que lo someten sus padres para corregir que fuera zurdo.

Esa misoginia latente, ese desprecio absoluto a lo femenino, empatiza con la idea del sacrificio, una idea transmitida a todos los Alexander. Así, cuando la tarde del 16 de diciembre su madre se acerca a la cama de Frank, -dormía en el dormitorio conyugal- el hijo reconoce en sus ojos la mirada del maligno. El padre se une al "exorcismo" sin dudarlo.

La única superviviente (y no es casual) de este exterminio es Sabine, que se encuentra trabajando en casa del doctor alemán Trenkler. Hoy tendría 57 años y se desconoce su paradero. Lo único que trasciende es que, tras las muerte de sus hermanas y madre -noticia que oye de boca de los asesinos sin inmutarse- y la detención de su padre y hermano, busca un convento donde recluirse. De hecho, no acude al juicio pese a estar citada.

¿Qué fue de Harald y Frank?

Dos años después de que Harald y Frank Alexander acabaran con su familia, y tras un juicio que captó la atención mediática, el tribunal absuelve a los procesados de los delitos de parricidio y asesinato de los que fueron acusados, al tratarse de "autores no responsables, por concurrir en los mismos la eximente de enajenación mental". En consecuencia, se decreta su internamiento "en uno de los establecimientos destinados a los enfermos de aquella clase, del cual no podrán salir sin previa autorización de este tribunal", reza la sentencia hecha pública el 26 de marzo de 1972, lectura que, sin embargo, no hace público el centro en que han de ser internados. Este dato resulta clave, puesto que veinte años después padre e hijo logran escapar de la residencia mental en circunstancias que no llegaron a trascender.

Hay constancia de que diez días después de conocerse la sentencia los procesados se hallan internados en el Hospital Psiquiátrico de Santa Cruz de Tenerife, según hace constar la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, desmintiendo de esta forma una información de Europa Press del 20 de mayo en la que se indica que los parricidas alemanes han sido trasladados de la Prisión Provincial al Psiquiátrico porque llevan varias semanas sin comer. Instituciones Penitenciarias aclara que dichos sujetos son trasladados al citado hospital el 5 de abril. Más allá de estos datos, todo son especulaciones, suposiciones con más o menos fundamento. Supongamos pues.

En los años 70 existen en España, tras la reforma del reglamento del servicio de prisiones, tres centros "homologados" para tratar a enfermos penales: el Centro Asistencial Psiquiátrico Penitenciario -Instituto Psiquiático Penitenciario en sus orígenes-, ubicado en el complejo penitenciario de Carabanchel, el Departamento de Oligofrénicos de León y el Centro de Psicópatas de Huesca. El primero de ellos es catalogado como el único establecimiento específico para enfermos mentales varones. Harald y Frank ya conocían el sanatorio madrileño, en el que permanecieron un intervalo de tiempo no determinado entre la detención y el juicio. De hecho, el diagnóstico del doctor Velasco Escasi, del sanatorio penitenciario de Madrid, resulta determinante en el juicio. A tenor de estos antecedentes no es disparatado pensar que los parricidas fueran trasladados al mismo centro.

Padre e hijo lograron escapar del psiquiátrico en "los primeros años del 90". Esta es la única referencia. Sin embargo, hay un dato importante: una orden emitida el 22-5-1990 decreta el cierre de los tres centros de referencia, probablemente relacionado con el contundente informe de la Comisión de Legislación, que en el caso concreto del penitenciario de Madrid lo califica como una extraña institución totalitaria y cerrada, con un régimen de funcionamiento arbitrario y caótico y sin ánimo alguno de cura.

Cabe pensar que la fuga de los dementes coincidiese con el cierre y traslado de los internos. De Madrid son trasladados 37 pacientes al Psiquiátrico de Alicante. En cualquiera de los casos, padre e hijo, con o sin ayuda para perpetrar la fuga, pudieron refugiarse nuevamente en Alemania, donde seguirían siendo líderes de una sociedad sectaria con actividad, o en algún destino hispanoamericano donde la secta contara con "sucursales".

La Interpol interpuso orden de busca en 1995. Harald, el patriarca, de continuar con vida, tendría unos 83 años, y Frank rondaría los 58. Se sabe que nunca respondieron a tratamiento alguno y yo ignoro si entre sus aficiones o costumbres está leer la prensa. Esperemos que no.